Cuando Adolfo López Mateos inauguró el Museo Nacional de Antropología en 1964, la historia no registró simplemente un acto de gobierno, sino la culminación de una visión de país. Aquel día, el presidente que había impulsado la educación gratuita, el reparto de libros de texto, la nacionalización eléctrica y la expansión de los derechos laborales coronó su proyecto con una obra destinada a perdurar más allá de las coyunturas: un templo laico de la identidad mexicana.
En el Bosque de Chapultepec se levantó una estructura moderna y simbólica, un “paraguas” monumental que no solo resguardaría tesoros arqueológicos, sino la memoria espiritual de una nación. López Mateos sabía que los pueblos no sobreviven por sus conquistas materiales, sino por su capacidad de reconocerse en sus raíces y de proyectar su cultura hacia el futuro.
El Museo Nacional de Antropología no fue entonces una pieza más de infraestructura, sino la expresión arquitectónica de un humanismo político que creía en el poder civilizatorio de la educación, en la concordia como destino y en la cultura como justicia. Pedro Ramírez Vázquez tradujo esa filosofía en piedra y agua, en equilibrio y movimiento: un espacio que invitaba al ciudadano a mirar hacia atrás sin nostalgia y hacia adelante sin temor. Así, el humanismo de López Mateos se volvió tangible, visible, habitable. Su museo no fue una vitrina del pasado, sino una promesa del porvenir.
Sesenta años después, en 2025, el Museo Nacional de Antropología ha recibido el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, un reconocimiento que no solo celebra su excelencia museográfica, sino que reivindica el sentido moral y humanista con el que fue concebido.
En el discurso del jurado se habló de concordia, de defensa del patrimonio, de respeto entre los pueblos; palabras que parecieran escritas para definir el ideal político y cultural de López Mateos. La historia, a veces, tiene estos gestos de justicia poética: devuelve la luz a quienes imaginaron un país de igualdad, cultura y dignidad, sin pedir aplausos, solo continuidad.
El museo se mantiene como una brújula nacional. Su emblemático “paraguas” —esa columna que sostiene el agua y la luz— sigue siendo una metáfora de la unidad: un refugio donde todas las culturas encuentran espacio, donde el pasado indígena y la modernidad dialogan sin jerarquías, donde el visitante puede reconocerse en el otro. En sus salas se entrelazan la Piedra del Sol, la Coatlicue, la máscara de Pakal, el Tláloc y el Chac Mool, pero también el espíritu de un pueblo que no ha renunciado a entenderse a sí mismo.
Que el Museo Nacional de Antropología haya sido distinguido en el año de su sexagésimo aniversario es una manera de recordarnos que México todavía puede ser fiel a su mejor versión. En tiempos de desencuentros y polarización, este galardón nos devuelve a la esencia del proyecto de López Mateos: el humanismo como política, la cultura como eje del desarrollo, la educación como instrumento de equidad. El museo, en su permanencia, nos enseña que el progreso no está en el olvido, sino en la memoria activa; no en la imposición, sino en la concordia.
Y en esa continuidad silenciosa, las universidades públicas —hermanas mayores de este espíritu nacional, como la Universidad Autónoma del Estado de México— están llamadas a custodiar y renovar la llama del humanismo mexicano.
La UAEMéx, como tantas instituciones nacidas al amparo de los ideales educativos y sociales del siglo XX, comparte con el Museo Nacional de Antropología esa vocación de formar conciencia, de dar sentido al saber, de poner la ciencia y la cultura al servicio de la comunidad. Son las herederas naturales del legado lopezmateísta: aquellas que, más allá de los tiempos y los gobiernos, preservan la idea de que educar, investigar y crear son actos de justicia.
Por eso, cuando hoy se celebra al Museo Nacional de Antropología, no se honra solo a una institución, sino a una manera de entender a México. Bajo el paraguas del museo —como bajo el amparo simbólico del humanismo que lo inspiró— seguimos aprendiendo que la grandeza no consiste en dominar, sino en comprender; no en poseer, sino en compartir. López Mateos imaginó un país que se educara en la gratitud y la memoria, un México fraterno que supiera reconocerse en su diversidad. Ese proyecto, más que un sueño, fue una promesa que aún resiste.
A sesenta años de distancia, el Museo Nacional de Antropología nos recuerda que la concordia no es un premio, sino una tarea; que el humanismo no fue una política de Estado, sino una forma de mirar el mundo. Y que en esa mirada, todavía hoy, México puede encontrar su camino.

