Históricamente y por muy diversas causas, el término “razón” y sus pretensiones intelectuales pocas veces no sólo no ha ido idéntico a la realidad o ha hecho contacto con ésta, sino que ha servido a tal cantidades de disparates y desmesuras, que lo mismo se invoca para abanderar una renovación radical que para defender el “statu quo”.
En cualquier caso, hay que ser muy razonable para poder actuar en la forma más irracional, además de programar visitar para el respectivo ejercicio en el diván, esto antes que la sana autocrítica a partir, justamente, de la realidad.
Ejemplo muy manoseado: “El año del Terror”, de Robespierre, y el despotismo ilustrado que alentó el uso de la guillotina, más como razón de establo que de estado, según la teoría de Giovanni Botero que distorsionó el maquiavelismo silvestre.
De esa manera y a propósito de las elecciones presidenciales de este día, toda la propaganda neoliberal, esa de la infelicidad feliz y la insatisfacción satisfecha, se montó en un esquizofrénico llamado a “votar con razón”, advirtiendo sobre el “populismo” y el cobro que hará la historia a quienes lo habilitaron, como si el cadalso no tuviera sus orígenes en culpas propias.
No obstante, desde el exterior y desde dentro, el blanco fue eso que Mario Vargas Llosa, Nobel de literatura y saltimbanqui ideológico, definió no como una ideología, sino como el “nuevo enemigo” (antes era el comunismo), “una epidemia viral —en el sentido más tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de ultraizquierdismo en el tercer mundo y de derechismo extremista en el primero.” (“El estallido del populismo”).
“¿Qué es el populismo? Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. En el tercer mundo, viene disfrazado de progresismo. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando precios y aumentando salarios…”, sostiene.
Con esta narrativa, amén de las arremetidas contra los “demagogos” que prometen el edén con tal de hacerse del poder, desde todos los frentes posibles los supuestos Temístocles del capitalismo salvaje exhortaron al Euribíades ciudadano (“golpéame, pero escucha”) para intentar ganar en una Salamina saqueada y empobrecida por décadas.
Si como aseguraba el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (además de matemático, lógico, teólogo, jurista, bibliotecario y político), la “razón” es la “concatenación de las verdades” y su sede es la realidad, nada diferente a la “nueva amenaza” ha sucedido en las últimas cuatro décadas al amparo del encubridor concepto de “libre mercado” y la democracia de fachada que lo acompaña, un período por demás populista y también plagado de demagógicas promesas de aterrizaje al paraíso (del primer mundo en 1994 a 56 millones de pobres en 2018, pasando por el bienestar para tu familia, el cambio sin cambiar con crecimiento económico del 7 por ciento; vivir mejor para estar peor y moverse para perpetuarse, profundizando la calamitosa desigualdad en nombre de la modernidad y del progreso).
La “razón” como esclava de los sentidos y no como señora de ellos, según derivaciones de la doctrina estoica, el “razonamiento” de los visionarios neoliberales, como el de los locos o de los niños, se confirma como sello de la pérdida de contacto con la realidad, “un aviso para los navegantes metafísicos”, e impone “un baño de sensatez para las entonaciones de la metafísica y sus desvaríos”, al decir de ciertos estudiosos.
No en balde el pensador vienés Paul Karl Feyerabend anunció el “Adiós a la Razón”, desplazada en este y muchos casos por el juego de poderes.