Desde hace algunos años he tomado conciencia de los derechos y privilegios que gozan las “personas normales”. Pero ¿qué es una persona normal?, ¿qué es aquello que una sociedad acepta como normal? ¿Y qué es –por el contrario– lo anormal, lo anómico?, ¿es acaso lo anómico la antípoda de lo normal?
Desde el imaginario colectivo, la “normalidad” está asociada a la idea de que una persona pueda gozar de plena salud física y mental; tener características físicas comunes y compartir plenamente las ideas y creencias que imperan dentro de una sociedad, cualquier sociedad, pero siempre una sociedad específica. Aquél que no se ajuste del todo, inmediatamente se sitúa en el plano de lo extraño, de lo otro, de lo anormal.
Por el contrario, en el rubro de la “anormalidad” se ubican, por ejemplo: las personas con discapacidad, los indígenas, los migrantes, los refugiados, los solteros, los que viven con mascotas, los homosexuales; también aquéllos que “piensan diferente” o los que profesan una religión “diferente”; cada vez menos –aunque no resuelto del todo– las mujeres que se atreven a romper con los estereotipos de su rol tradicional. Estos criterios han generado inevitablemente condiciones de exclusión social, jurídica, económica y política.
En el mundo, una de cada siete personas sufre algún tipo de discapacidad, son la minoría más amplia; no obstante, el discapacitado está determinado a desempeñar el rol de enfermo, sin derecho a la ciudad, a la cultura, a la educación. El indígena ha tenido que enfrentar por mucho tiempo la indiferencia o el rechazo a sus prácticas culturales, la indiferencia a la protección de sus derechos o a sus formas de vida, han tenido que soportar que les llamen “indio” no como una condición, sino como una alusión peyorativa.
En el mundo, millones de personas se desplazan de su país porque no tienen otra elección, necesitan huir de la guerra, de la persecución, de la pobreza.
Únicamente un tercio de los países tienen leyes contra la discriminación por preferencias sexuales, aunque no evitan el miedo irracional, el odio o la aversión que dan contenido a la discriminación, al bullying e, incluso, los crímenes por homofobia.
Si hacemos una pausa para repensar los criterios de “normalidad”, podríamos considerar que sólo un pequeño sector de la población entra en el rubro de lo “normal”, la gran-gran mayoría necesita el cajón más-más grande. Podríamos decir que lo menos normal es justamente ser “normal”.
¿Estamos frente a una normalidad anormal?
¿La cultura y la educación representan las únicas herramientas para reconstruirnos?
¿Deben seguir siendo considerados locos, rebeldes, problemáticos o inadaptados quienes ven las cosas de manera diferente?
¿Necesitamos reinventar el mundo?
Pienso en todas las formas de “lo normal” y me percato –con una sonrisa que asoma por la comisura de mis labios– que no soy normal, y pienso en lo bien que se siente ser anormal.
Y tú, sí tú, tú que estás leyendo esto ¿eres normal?