Las personas con las que tengo proximidad generacional coincidirán conmigo en que –hasta hace algunos años– ser docente estaba asociado a una gran vocación de servicio y representaba, al mismo tiempo, erudición, compromiso y autoridad. Todos guardábamos silencio cuando nuestro profesor hablaba, y si acaso lo consideraba necesario hacia uso de la fuerza, representaba nuestra principal fuente de autoridad fuera del círculo familiar. Para esos docentes bastaba un pizarrón, un gis y un libro, para detonar el proceso de enseñanza–aprendizaje; y, a veces, lograban esa magia sin ningún tipo de apoyo más que con su voz y su imaginación.
Ternura, disciplina, confianza, paciencia, sabiduría, eran sólo algunas de las muchas virtudes que –desde el cine y la televisión– se asociaban con la labor docente. La imagen proyectada reforzaba la visión social que se tenía del profesor y animaba a muchos jóvenes a optar por esa profesión como proyecto de vida.
Estos referentes eran parte del imaginario social en el que yo crecí, y que distan mucho de lo que hoy se asocia con la figura del profesor. En los últimos años hemos asistido a un deterioro de su imagen. Los medios de comunicación hablan de manera reiterada de su resistencia a la evaluación. El uso de las herramientas de la web 2.0 han expuesto prácticas asociadas a la violencia en el aula, lo cual ha derivado –en no pocas ocasiones– en demandas ante la Comisión de Derechos Humanos. Otra imagen recurrente es la de los profesores en las calles manifestándose. La pérdida de prestigio social, ha minado su autoridad frente al aula, y les mantiene en una constante confrontación con los padres.
¿Qué ha sucedido? ¿El magisterio ha perdido su vocación de servicio? ¿Por qué ha dejado de ser valorada socialmente la figura del profesor? ¿En qué se falló? No hay respuestas sencillas, quizá debemos empezar por tratar de comprender los signos bajo los que actualmente se mueve la sociedad.
Generacionalmente hay una brecha digital que –entre otras cosas– ha modificado las relaciones interpersonales, familiares y educativas. El docente ya no representa la principal fuente de información inmediata y tampoco es el único referente de formación fuera del círculo familiar. El docente ya no posee de manera exclusiva el conocimiento: los alumnos tienen acceso a un enorme cúmulo de información, cuentan con dispositivos móviles que no siempre poseen o manejan los profesores, eso conlleva una modificación en la relación de poder frente al aula. De hecho, también frente a sus padres y frente a los adultos en general.
Es claro que hay prácticas tradicionales que se transparentaron y que no corresponden a los nuevos tiempos, se han superado los castigos corporales o imposiciones despóticas que se ejercían desde el aula. El reto hoy en día está en recuperar el convencimiento por parte de las familias y de la sociedad de que el trabajo de los docentes es esencial.
Esa revalorización implica que las instituciones implementen una campaña que muestre el trabajo que siempre han hecho los profesores; reconocer que si bien algunos docentes aún no han logrado erradicar ciertas prácticas que vulneran la integridad de los alumnos; pero que ellos no son la mayoría, que el grueso del magisterio sigue manteniendo su apostolado, que además de enseñar son enfermeros, psicólogos, mentores, consejeros y son –muchas veces– las personas más cercanas a los niños y jóvenes después de sus propias familias, son quienes mejor los conocen. No es gratuito que sean los docentes quienes se percaten –aún antes que los propios padres– cuando un chico requiere gafas, o descubre los dotes para las artes, el cálculo o los deportes: son los profesores, siempre los profesores, los que descubren esos talentos y buscan promoverlos e impulsarlos.
Los cambios en la familia también han repercutido en la relación profesor–alumno. La mayoría de las madres se han incorporado al mundo laboral, desdibujando paulatinamente el rol tradicional de la mujer, ya no es ella, la responsable exclusiva de la formación de sus hijos, aunque tampoco los papás han asumido esa responsabilidad. Se ha incrementado el porcentaje de mujeres que están al frente de una familia y que deben cubrir horarios laborales exhaustivos.
Abuelas, vecinas o compañeras de trabajo son quienes acuden ocasionalmente a los llamados que les hacen a los padres en la escuela, algunos tratan de dar seguimiento a sus hijos vía telefónica, dejan registrado su correo electrónico en la escuela para recibir quejas o notificaciones. Aunque ello, no disminuye el reproche permanente de los profesores hacia la ausencia de los padres en el seguimiento escolar de sus hijos, lo que agrava la tensión entre profesores, padres y alumnos.
Esta es la realidad, no hay manera de volver a los roles tradicionales. La mujer, la familia, la escuela, la sociedad, todos hemos cambiado. Tenemos la opción de seguir responsabilizándonos unos a otros o asumir el reto de reconocer nuestras circunstancias y apostar por construir juntos (padres, profesores e instituciones), nuevos modelos de autoridad; nuevos códigos para relacionarnos entre hombres y mujeres, tanto en la casa, la escuela y la comunidad; apostar por construir con base en nuevos valores, la confianza entre padres, maestros y alumnos, que lleve implícita el respeto a la diversidad y la pluralidad que existe en nuestra sociedad actualmente.
Como sociedad somos tan grandes y valiosos, como los profesores que nos han forjado.