Dice Italo Calvino, en “Las ciudades invisibles” que, al llegar a cada nueva ciudad, el viajero encuentra un pasado suyo que no sabía que tenía: la extrañeza de lo que no eres, o no posees más, te espera al paso de los lugares extraños y no poseídos”.
Cada país, cada región, cada ciudad, cada pueblo, tiene destinos secretos que nos sorprenden, que nos atrapan, que nos cautivan, que nos hacen sentir y que nos hacen vibrar.
Sin embargo, yo, por mucho tiempo, asumí que eso no lo tenía mi ciudad. No fue si no de la mano de amigos viajeros –de esos que pasan por aquí de visita unos cuantos días, y luego se van– que descubrí que mi ciudad también tenía esa “marca propia”. Y así fue como, poco a poco, la descubrí única, especial e incluso grandiosa; y todo ello porque se encuentra intervenida por un artista: Leopoldo Flores y eso ¿saben qué? eso la hace inigualable.
Ese hombre solitario, libre, soñador, un poco quijotesco; ese artista intenso, crítico, profundamente observador de la ciudad y del universo; culto, apasionado de la mitología y la cosmogonía; formado en el Atelier 17 en París, con William Hayter, admirador de Picasso, cercano a Luis Panavie, Daniel Meyran y Jorge Dubon; contemporáneo de Vicente Rojo, Manuel Felguérez, Leonardo Nierman y Eduardo Cohen. Pero él se afanó siempre en perfeccionar su propio estilo.
Él, creador de utopías, se propuso hacer de su ciudad, su propia galería. Una galería del tamaño de una ciudad, para que nadie tuviera que asumirse culto para poder asistir a un museo y disfrutar del arte; sino que el arte dialogara en un continuum con las personas, quienquiera que fueran: un médico, una enfermera, un albañil, una maestra, un carnicero, una ama de casa, un estudiante, el legislador, el juez, el servidor público… y también esa niña con las rodillas rotas de jugar a las canicas, que va en bicicleta y que crece mirando esos cerros pintados y, así, se convierte en adulta, una adulta que de tanto ver el arte, deja de verlo, y tienen que venir un grupo de extranjeros para que le enseñen a mirar de nuevo.
La idea de que el hombre es universal condujo a Leopoldo Flores a reconocer que el universo es humano, con un vínculo indisoluble y misterioso. El artista miró al universo y el universo lo atrapó a él, su obra da testimonio constate de ello.
Definió su cromática de la civilización: Azul, ocre, verde y rojo, colores tan suyos, tan Leopoldo, que expresan la fricción que habita en la esencia del ser, sus vínculos con la tierra y con la naturaleza, aunque para él, el rojo es el más humano de todos, porque es el color que habita debajo de nuestra piel, dejando al descubierto la sublime –pero radical– igualdad de las personas. Colores todos ellos que permiten plasmar la dualidad, siempre recurrente en su obra: mujer-hombre, día-noche, bien-mal; vida-muerte.
Como hombre de su tiempo fue un artista de acción, la Plaza de los Mártires, en Toluca, da cuenta de sus murales pancarta; sus intervenciones artísticas fuera del Palacio de Bellas Artes en la CDMX, así como en museos de Barcelona y París.
Flores fue el Hombre-Universal, el Hombre-Cuervo, el Minotauro y el Hombre-Sol, el artista produjo la gran colisión que ocupó la totalidad de su tiempo y de su espacio. Leopoldo Flores conformó un universo propio y nos lo compartió. Y así, el sigue vivo porque su obra nos abraza al recorrer esta ciudad que es nuestra y que nunca dejará de ser de él.