El Matiz de Hoy

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El Matiz de Hoy

Miércoles, 29 Mayo 2019 00:08 Escrito por 
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Mateo -el apóstol- afirmaba que “cada día tiene su afán”. Sin duda lo es. Hoy lo es. Hoy tuve la oportunidad de dar la bienvenida a niños y niñas en un festival cultural. Eso –la verdad– no es lo relevante, pues estando donde estoy por estos días, eso es parte de mi trabajo cotidiano.

Lo que sí es inusual para mí es dar la bienvenida a esos niños en un sitio que recorrí siendo niña, un sitio que me vio crecer y que yo he visto crecer. Un sitio bello de belleza real, de esa belleza de la que están hechos los sueños y los recuerdos. Me refiero, por supuesto, a mis recuerdos. Yo corrí por esa explanada e hice travesuras -al igual que muchos de esos niños de hoy- en esa esquina, y en esa otra de allá, cerca de los árboles. Y sí ¡no se pongan así!, yo también fui niña y ese espacio también fue mío, aunque, a decir verdad, creo que sigue siendo mío.

Me refiero al Museo Virreinal de Zinacantepec, ése que fue el Museo de mi infancia. Yo crecí entre Zinacantepec y Almoloya de Juárez, entre sus quioscos, sus iglesias, sus mercados con olor a cecina y fruta fresca, con sus fiestas, sus tradiciones, sus calles, el señor de los globos, la señora de los helados, su gente, mi gente.

- ¿Cuál es el museo de tu infancia?

- ¿Te gustaban las fiestas de tu lugar de origen?

- ¿Recuerdas las calles que recorrías, te acuerdas de tu escuela?

Mi acta de nacimiento dice que soy originaria de Almoloya de Juárez, pero mi papá y mi mamá viven en el Cerro del Murciélago, yo crecí ahí. Mis cuatro hermanos mayores fueron a la “Escuela Primaria Juan Fernández Albarrán” y los tres más pequeños estudiamos en la “Emiliano Zapata Salazar”, en San Francisco Tlalcilalcalpan. Si no eres de por esta zona, ninguno de esos sitios significa nada para ti, aunque para mí y para muchos de esos niños, significan, si no todo, casi todo.

Es sólo que, antes, había menos gente, y las mamás eran un poco menos aprensivas que ahora, o al menos la mía lo era. Recuerdo mi primer día de clases: mi mamá me acompañó a la primaria, me enseñó cuál sería mi salón de clases y después se fue de regreso a casa. Aún recuerdo los tres kilómetros que caminaba diariamente para llegar a la primaria. Sí ¡Tres kilómetros caminando! Tengo presente el verde del campo, las veredas, el sonido del búho y el gran portón de madera del Seminario que todos los días veía en mi trayecto.

Me acuerdo de Idalia, la profesora que me enseñó a leer y escribir; ella dice que fui la única de esa generación que concluyó la universidad. Me acuerdo cuando la maestra de sexto de primaria me envío a Toluca a comprar un pastel para celebrar el Día del Niño; el autobús se hizo más de 40 minutos de ida y otro tanto de regreso. Mi mamá nunca se enteró, por supuesto. Si la ven por ahí, no le digan, ya ven cómo se ponen las mamás con esas cosas.

Me acuerdo del Seminario de la Hacienda de Santa Cruz de los Patos, donde jugaba todas las tardes, mucho antes de que albergara a El Colegio Mexiquense, importante centro de investigación de humanidades y ciencias sociales. Recuerdo los cuentos que ahí contaban los seminaristas, recuerdo el sonido de las guitarras que tocaban y recuerdo el olor a madera mojada. Los domingos íbamos ahí a misa, a los niños nos ubicaban en el segundo piso de la iglesia. Me acuerdo de la biblioteca y de la huerta, del árbol de tejocote rojo, de los perales, del nogal y del capulín. Me acuerdo de cada sabor, de cada olor y del sonido del viento cuando mecía las ramas de los árboles.

Me acuerdo de los diversos recorridos al Museo Virreinal, es grande, sí, pero en esa época yo lo veía súper inmenso. Entrar ahí era como sumergirse en el túnel del tiempo, ir a otra época; en cada sala veía expuestos diversos objetos, desde libros cuadros, estatuas, monedas ¡Los claustros! La verdad es que me daban entre miedo y curiosidad. Me encantaban las armaduras, siempre imaginaba que adentro vivía alguien que me miraba fijamente.

En esa época mi padre tenía una pequeña cabaña en medio del campo; para llegar ahí teníamos que caminar por una besana, entre los surcos de las milpas y subir unas escaleras que yo veía grandes, pero no me crean, ya saben que de chico uno todo lo ve grande. Adentro había un gato, una cama y una ventana; desde esa ventana se miraba el paisaje y se escuchaba un riachuelo que –en ese entonces– tenía agua muy limpia, cristalina y siempre, siempre fría. La cabaña era pequeña, sí, pero era suficiente para albergar a ocho niños. Jugábamos ahí y éramos felices. Creo que nunca he sido tan feliz, como lo fui ahí.

Por las tardes jugaba con mis hermanos en las ramas del inmenso nogal situado en medio del jardín de la casa de mis padres. El nogal era alimentado por un río subterráneo de las aguas del Xinantécatl; ese ha sido un árbol mítico en mi familia, ha visto crecer a cuatro generaciones ¡Y las que le faltan! Es mítico como el algarrobo sudamericano, como el almendro de los Cien Años de Soledad de García Márquez. Ahí Julia –milenaria como Úrsula y como El Nogal– nos ha dado todo, y nos han visto crecer.

Me emociona saber que hoy están ahí muchos niños y niñas construyendo sus propios recuerdos, sus propios sueños, haciendo de ese espacio –que parece inmenso– un lugar colorido, salpicado de sonrisas.

Todos los días tienen su afán, es cierto. Mi afán de hoy fue ir a mi Museo y pedir a los niños que me dejaran jugar con ellos, como ahora, pero también como antes.

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Ivett Tinoco García

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