Historias de familia:
Toluca la capital nómada
Capitales Provisionales:
Los poderes del Estado de México estuvieron radicados en otros lugares, pero por circunstancias especiales y muy poco tiempo.
El 6 de Julio de 1833, el gobernador Lorenzo de Zavala trasladó la capital a la ciudad de Lerma, en virtud de que por el oeste venía el coronel Antonio Escalada, tratando de tomar Toluca. Fue esta una de tantas asonadas que sucedieron en nuestro país en aquella época.
El 19 de Septiembre de 1847, durante la intervención norteamericana, el gobernador Francisco Modesto de Olaguibel pasó los poderes estatales a Sultepec, en vista de que Toluca estaba a punto de caer en manos del enemigo.
De Sultepec, el gobernador Manuel Gracida trajo los poderes a Metepec, el 22 de Febrero de 1848.
Pasados los peligros, ya en condiciones normales, los poderes regresaron siempre a Toluca que, por ello mismo, se puede considerar que ha sido capital del Estado de México desde 1830.
En relación a lo anterior, con la elección de la Ciudad de México para sede de los poderes federales, comienza en el estado el problema de la capital nómada. No existía en toda la entidad otra ciudad que cubriera los requisitos de una capital, habría pues que habilitarla.
Se decidió en un primer momento que fuera Texcoco, por su gran pasado histórico y por su ubicación. “Ni tan lejana ni tan cerca” de la ciudad de México. Pero el Congreso estatal no consideró lo gravoso que sería el traslado, tanto en lo material como en lo humano, ya que muchos de los funcionarios públicos se oponían a residir en Texcoco. Pocos meses duró el Poder Ejecutivo ahí (Febrero a Julio de 1827), pues hubo quienes pugnaron por mudarse a un lugar más propio y confortable, donde se tuvieran edificios y facilidades a la administración pública. Entre los descontentos se encontraba el mismo gobernador, Lorenzo Zavala, quien propuso el poblado de San Agustín de las Cuevas para capital, convirtiéndose en ciudad de Tlalpan, a partir de septiembre de 1827.
Sin embargo, no sería Tlalpan por mucho tiempo capital del estado, pues la misma cercanía de la Ciudad de México entorpecía el libre desempeño de la administración pública estatal, lo que impedía atender al desarrollo regional de la entidad que tantos elementos de riqueza encerraba. Se pensó entonces en designar a Toluca, que ya rivalizaba con Tlalpan como ciudad, para capital definitiva a partir de 1830.
Inocente Peñaloza García comenta que al mediar el siglo XIX, Toluca era una ciudad de aproximadamente 10 mil habitantes. Había dejado atrás los días aciagos del Centralismo, que la privaron temporalmente de su condición de capital del Estado de México; pero estaba por vivir todavía la amarga experiencia de la invasión norteamericana.
“Toluca fue la capital del estado desde el 24 de Julio de 1830 hasta el 5 de Octubre de 1833, en que se interrumpió el orden federal, para establecerse el Centralismo. La misma ciudad de Toluca volvió a ser la capital del Estado de México desde el 22 de Agosto de 1846 en que se restableció el Federalismo hasta el 7 de Febrero de 1848.
Por la entrada de los americanos a Toluca, cuando la invasión que nos quita Texas, los poderes del Estado anduvieron a salto de mata y Olaguibel fue capturado por sus enemigos. Metepec se convierte en la capital del estado desde el 7 de Febrero de 1848 hasta el 28 de Abril de ese mismo año”.
Nuestra Toluca conserva en aquel entonces la traza original que le dieron los frailes españoles del siglo XVI: hacia el norte, no iba más allá de la ribera del río Verdiguel, sobre las actuales calles de Lerdo y Bravo norte; por el Poniente, limitaba en una calle que llevó el nombre de Pajaritos -hoy Pedro Ascencio- con una breve prolongación hacia la casa del Diezmo, demolida sobre la avenida Morelos, al poniente del Jardín de los Hombres Ilustres- y el Templo de La Merced que, junto el viejo Campo Santo -a la altura de Quintana Roo-, constituía barrio aparte; al poniente, los límites llegaban hasta la antigua calle de Las Flores, en cuya parte final, hacia el sur, existieron más tarde la Cárcel Central y el Instituto Literario, ambos sobre terrenos del llamado Beaterio. Las modestas construcciones que había fuera de este perímetro, pertenecían a los barrios.
Años atrás, en 1834, el notable periodista e historiador mexicano, don Carlos María de Bustamante, había descrito nuestra ciudad en estos términos:
“Esta ciudad es un apéndice o suplemento de México. Sus calles son algunas bien anchas y rectas de oriente a poniente. Tiene callejones, pero no demasiado estrechos. Sus casas por lo común son cómodas y rectangulares; algunas se han fabricado de moda y con adornos de lujo, consultando a la comodidad y al decoro… el piso de Toluca en la mayor parte y calles principales, es más que regular, tanto por sus empedrados como sus anditos (serie de aberturas) o banquetas de losa, fuertes y anchos”.
Otra viajera ilustre, la Marquesa Calderón de la Barca, la vio, por su parte, con estos ojos:
“Toluca, ciudad grande e importante, está de pie de la montaña de San Miguel Tutucuitlapilco y es un lugar de apariencia antigua, tranquila, buena y respetable, casi tan triste y solitaria como Puebla. Las calles, la plaza y las iglesias, son limpias y hermosas”.
Esta fue la ciudad que conocieron Ignacio Ramírez (1847) e Ignacio Manuel Altamirano (1849). El primero, llamado a colaborar como funcionario de la fugaz administración de don Francisco Modesto de Olaguibel (abogado, periodista, político, escritor, catedrático y académico), a quien acompañó lealmente en los avatares de la invasión norteamericana; el segundo, como alumno becario del Instituto Literario.
Por las amplias calles principales y por los estrechos callejones secundarios de esta recoleta ciudad “Tacita de Plata”, así la llamo Enrique Carniado, uno y otro personaje vieron transcurrir años cruciales de su nada fácil existencia; el uno con su vigorosa personalidad de apóstol de la Reforma, demoledor polemista y maestro carismático; el otro, con su rústica timidez de joven pueblerino que habría de transformarse pronto y precisamente aquí en extraordinaria firmeza y reciedumbre de carácter.
Tanto Ramírez como Altamirano debieron transitar muchas veces el concurrido y abigarrado (que está compuesto de muchos elementos muy diversos) espacio de la Plaza de las Armas, típica plaza pueblerina, que algunos años después, en 1851, habría de lucir orgullosamente la primera estatua erigida en México al cura de la Independencia, don Miguel Hidalgo y Costilla, por iniciativa del gobernador Mariano Riva Palacio.
Ramírez y Altamirano -maestro y discípulo, binomio perfecto- contribuyeron en gran medida a determinar el carácter de una ciudad sin títulos de nobleza que trataba de hacer honor a su todavía inestable condición de capital del estado, que en aquel entonces era considerado el más importante del país.
¿Cuál fue, sin embargo, la verdadera trascendencia de las aportaciones que ambos personajes hicieron, desde sus respectivas posiciones, al desarrollo intelectual y político de la ciudad?, ¿en qué medida puede tasarse lo que Toluca les ofreció a su vez?
Para trazar el perfil correcto de una ciudad, es indispensable pensar en la clase de hombres que vivieron en ella; del mismo modo que para entender la vida y los hechos de un ilustre personaje, es preciso atender a las características de los ambientes en que se desenvolvieron.
Una ciudad es algo más que un conjunto de calles, edificios y monumentos. Para conocerla realmente, es necesario penetrar en el espíritu que sus moradores le imprimieron.
Una vida humana, a su vez, es algo más que simple evolución biológica en el devenir del tiempo. Para aquilatarla hay que asociarla con el espacio físico que constituye su entorno.
El lenguaje de las piedras, claro y elocuente como cualquier otro, es una resultante de vivencias, fantasías, sueños y realidades del ser humano.
Vale la pena pues, como parte de las reflexiones que sugiere los próximos 500 años de su fundación de nuestra amada Toluca, capital del estado, volver una vez más hacia aquel brillante episodio que registra el paso por nuestra ciudad del maestro y el discípulo Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano.