Historias de Familia
Viernes, día de Plaza avenidas Juárez y Lerdo, calle Santos Degollado (otrora General Prim) Mercado 16 de Septiembre, hoy el emblemático y referente Cosmovitral.
Hasta hace poco tiempo no dejó de ser conocido y mencionado en toda la República Mexicana el popular y famoso Tianguis de Toluca. Los que lo conocimos (incluyéndome), en otras épocas, podemos decir que muchas costumbres de este mercado ya no existen. Todavía hay tianguis, es cierto, pero analizándolo bien, poco queda de su autenticidad en lo que es vendido, en cómo y quiénes eran los que compraban y vendían así como su ubicación.
Qué majestuoso y visitado es nuestro Cosmovitral. Quién no lo conoce, quién no ha vivido un evento cultural o de otra índole ahí en este referente espacio donde fluyen la luz y el colorido de esos 48 grandiosos vitrales en una extensión aproximada de 3,200 metros cuadrados cuya temática en estilo figurativo, es la dialéctica y la dualidad universal, la oposición de la noche con el día, de la mujer y el hombre, del bien con el mal; una síntesis luminosa de expresión cosmogónica (narración mítica que pretende dar respuesta al origen del universo y de la propiedad humana); gran legado que nos dejó y que ha servido como identidad a nuestra ciudad y estado, el maestro Leopoldo Flores, oriundo de San Simonito, Tenancingo, Estado de México, para todos nosotros los que queremos y amamos a nuestra Toluca. En otros tiempos, este símbolo actualmente de expresión de arte y cultura, albergó el comercio en todas sus ramas.
Desde antes de 1933, cuando el entonces presidente municipal de Toluca, Manuel Sotelo, mandó construir locales en el interior de la estructura estilo porfiriano, las personas llegaban cada día muy temprano a instalar sus puestos semifijos, extendían sus mercancías y, ya tarde, las levantaban. Todo esto en el interior del inmueble en referencia; afuera, sobre la avenida Juárez, que venía a desembocar a la avenida Lerdo, y esta misma calle en esa época ahí terminaba. En lo que hoy es la continuación de esta avenida se encontraba la fábrica de hilados y tejidos denominada “La Industria Nacional” y las propiedades del señor Eduardo González y Pichardo y de la señora Juanita Nava de Zenil. Estas construcciones fueron en su momento tiempo después derribadas para dar continuación a la avenida Lerdo de Tejada.
En el amplio tramo, comprendido entre avenida Lerdo y General Prim (hoy Santos Degollado), estaba todo empedrado. En ese lugar a diario se instalaban comerciantes de la venta de jarcia (conjunto de cosas diversas o de una misma especie pero sin orden) con sus tendidos de lazos, canastas y ayates que alfombraban el empedrado. A continuación seguían los puestos de sombreros de palma de Francisco Aguilar y junto a él, tan viejo como sus fierros, don Celedonio Ortega. También se instalaban ahí los puestos de sarapes, ceñidores, rebozos, como los de Tenancingo y Santa María Rayón, y el popular rebozo de bolita. En este ramo eran muy conocidos los hermanos Cárdenas, don Fermín Gaytán y Domingo Jiménez. Este giro en su tiempo fue bueno porque el rebozo lo usaban casi todas las mujeres de los pueblos, así como también los sarapes tenían bastante demanda.
Este era el comercio de diario, pero llegado el viernes, las calles que rodeaban el edificio porfiriano: Juárez, Rayón, Lerdo y General Prim (Santos Degollado), eran invadidas por los comerciantes que, venidos de todo el estado, muy de madrugada se iban instalando en su lugar de costumbre.
En determinadas calles vendían productos de cierta clase; es decir, cada zona se especializaba. En la calle General Prim (Santos Degollado), cerca del Templo del Carmen, se vendían en sus nichos santos de madera corriente, pintados en vivos colores; seguían los puestos de las “cuchareras”, en su mayoría las vendedoras eran mujeres, con artesanías del poblado de San Antonio la Isla, donde todavía en la actualidad se trabaja esta orfebrería de madera; en los tendidos de estos puestos se encontraban cucharas de todos tamaños usadas en la cocina mexicana; los molinillos, palas, las hermosas polveras en las que grababan el nombre o la frase que el cliente solicitara.
Qué decir de los juguetes que ya nadie aprecia… pero que durante muchos años fueron el entretenimiento de niños y adolescentes… ¿Quién de nosotros no jugó al balero, al yoyo, a los carritos de madera, a las pirinolas, etcétera?
Al llegar la temporada de Semana Santa, se vendían las tradicionales matracas que, al girarlas dejaban oír ese sonido inconfundible. Estos artesanos ocupaban todo el frente de la Plazuela de El Carmen, donde hoy luce esplendorosamente La Plaza España, adornado con las figuras de Sancho Panza y el Quijote. En esta plaza también se hacia la venta de animales vivos, llegando comerciantes con grandes huacales llenos de gallinas, patos, guajolotes y uno que otro gallo de pelea, además de puercos y borregos. A un lado de esta plaza estaba la venta de loza de barro, en la que llamaban la atención las grandes cazuelas para el mole, arroz y todo tipo de comida típica de la zona, los cántaros para el agua o el pulque, los comales, jarros, los bacines (recipiente pequeño para pedir limosna y orinal alto y cilíndrico), sin faltar los juguetes para los niños, las cazuelitas de colores, alcancías, silbatos y un sinfín de loza, traídos de diferentes puntos del estado como Valle de Bravo, El Oro, Metepec, San Antonio la Isla así como también de otros estados como Jalisco e Hidalgo.
Entre estos puestos, se intercalaba alguno que vendía indispensables trasteros o muebles rústicos para colocar la loza y también cuchareros una especie de repisa para cucharas y molinillos. En algunos otros puestos disgregados por ahí mismo se vendían los metates y molcajetes de piedra negra, antes de que fueran desplazados por la licuadora y otros instrumentos modernos para moler.
Cuando llegaban los juegos mecánicos para celebrar la famosa y tradicional fiesta de la Virgen del Carmen en el mes de Julio, o cuando venía algún circo, los comerciantes de estos puestos ya descritos, por ningún momento dejaban su vendimia, sino que provisionalmente se instalaban lo más cerca posible, y con estos, se ampliaba el área del famoso tianguis.
Hay que hacer la aclaración de que la calle que hoy lleva el nombre de Santos Degollado, contaba con tres nombres en diferentes cuadras; de la iglesia de el Carmen al poniente se llamaba Cura Merlín; de la iglesia hacia el oriente, hasta Juárez, Plaza España, y de la calle de Juárez al oriente General Prim. Con esta referencia volvamos a la Plaza España esquina con Juárez, área empedrada de la que ya se habló. Ahí los viernes aumentaba el comercio de diario: los de la jarcia, además de lo acostumbrado, traían conchos, cedazos, chiquigüites, acocotes (usos rituales y medicinales, utensilios para el pulque) y uno que otro cuero para el pulque.
Los artesanos de San Pedro Totoltepec tendían sus petates y alfombraban de hecho gran parte del empedrado. Cerca de ahí, la venta de cueros para curtir, de zaleas, de lana negocio que conocía muy bien don Luis Correa. Ahí también se vendían jícaras y bateas, en ese día los puestos de rebozos y sarapes lucían su grandiosa policromía.
Siguiendo por la calle de Juárez hacia Independencia, se instalaban puestos más formales con sus bancos, tarimas y manteados, como si fueran un campamento. Ah se realizaba la venta de huaraches o de zapato catrín, negocio en el que destacaba don Refugio Mondragón (patriarca de la conocida familia Mondragón Cruz); la ropa de mezclilla, los overoles que vendían los árabes para los obreros. Los varilleros vendían listones, tiras bordadas, paliacates, hilos y gran variedad de adornos, además de muñecos de celuloide.
No muy lejos se podía encontrar el puesto de cambaya o manta, o el puesto de don Teófilo Casasola de las telas finas como raso, “harmess y flar”. Frente a él, una señora ya de edad y de apariencia tranquila, traía a vender mercancías que remataba el Monte de Piedad de la Ciudad de México, entre las que se encontraban mantillas, cortes de casimir fino, relojes, bolsas y lámparas entre otros artículos. Sus clientes eran gente acomodada, se instalaban donde hasta hace unos pocos años se podía ver la cantina “El Faro”, cuyo dueño en esa época, era don Constantino Piña, quien también fungió como administrador del mercado.
En la que sigue siendo la calle de Rayón, paralela a avenida Juárez, se extendían los puestos de verdura de primera y de fruta de la mejor calidad, también las vendedoras de nopalitos y uno que otro comerciante de artículos de hoja de lata, las tenazas para mover las brasas de los fogones, las regaderas, los embudos, los anafres o braseros, las charolas para freír los tacos y pambazos en las fiestas de barrio o los candeleros para colocar las parafinas, con las que se alumbraban en aquel tiempo la mayoría de las casas.
En la avenida Lerdo, además de uno que otro puesto de sarapes, rebozos y ceñidores, se instalaban los que vendían cordones de lana de colores para las trenzas, los peines de hueso, entre ellos “el piojero”, las escobetas para el cabello, las gargantillas de papelillo, complemento de la vestimenta de algunas mujeres de pueblo. También en esta calle se encontraba el puesto de algo difícil de hacer; la funda del colchón, ya que los colchones se hacían en casa de pura lana y sus fundas eran de una material que se llamaba cotín.
Igualmente, en Lerdo, pero sobre las escalinatas y la plataforma del edificio principal del mercado, se instalaban las personas que vendían en mesa; la cecina, la longaniza, el queso de puerco en tompiate, el chicharrón, todo eso traído de los pueblos especializados en estas mercancías para su venta. También en esa parte se encontraban las mujeres que en sus chiquigüites vendían patos cocidos, acociles, ranas y la pata de res cocida. En la plataforma del mercado, la nada discreta venta de pulque, las castañas, las bateas llenas del sabroso curado de tuna, que más de un cliente saboreaba en su jícara o alguna cantina.
Sobre la calle de General Prim (Santos Degollado), paralela a la avenida Lerdo, había algunos puestos de fruta y verdura, pero en especial estaban los tendidos de semillas, la venta de tequezquite y de la imprescindible cal para preparar el nixtamal de las tortillas. En la parte de arriba de la plataforma del mismo inmueble, las xochimilqueras, llamadas así porque venían de Xochimilco con sus grandes cargas de quelites, cilantro, betabel o romeros para los días de vigilia; junto a ellas se vendían flores del rumbo de la Retama, como la rosa de castilla, los pensamientos, jazmines, alcatraces y amapolas, cuya venta y siembra no estaban prohibidas.
Los ambulantes eran realmente un grupo que daban fuerza y vida al mercado. Algunos venían de Villa Victoria, y en sus canastas ofrecían queso, crema en jarritos de barro tapados con una hoja de maíz, el tamal de mantequilla. También iban de aquí para allá, las mujeres que vendían colchas tejidas con gancho, que extendían a cada paso para mostrar su gran labor artesanal, las que ofrecían canastas y cestos de palma de colores que hacían en Santa Ana, las de las gorditas de haba y frijol, las que vendían zacate, aventadores, escobas de popote o de palma y los vendedores de títeres y pelotitas de aserrín.
Un comercio muy solicitado por las personas que venían, sobre todo de los pueblos, era el de las yerberas. Se ubicaban adentro del mercado, a la entrada. Vendían los ojos de venado para quitar el mal de ojo, los cataplasmas, las tiras de ajo, yerbas para el baño de las parturientas y todo un surtido para cualquier enfermedad. Los únicos que podían hacerle la competencia eran los merolicos, que con sus raros medicamentos esparcidos en el suelo, con voz fuerte y facilidad de palabra, explicaban a los de… “atrás de la raya” todo lo que expedían y los males que curaban, desde un dolor de muelas hasta un incurable reumatismo. Ya por la tarde, después de haber sudado la gota gorda y ya casi sin voz, se retiraban con gran satisfacción y con algunos pesos en la bolsa.
Referente a los adivinos, con turbante en la cabeza y una silla para sentar a su palero, llegaban adivinar el porqué de los males del cuerpo, así como el prevenir; también sacaban de dudas al que pedía le dijeran quien le había robado su vaca. Para seguir adivinando pasaban hacer una colecta y no les iba tan mal, además de lo que daba el que pedía la consulta especial. No podía faltar el de la jaula con los pajaritos que, con su pequeño pico, sacaban el papelito con la predicción de la suerte de los amores.
Los pregones y los gritos llenaban el ambiente al paso de toda persona: “marchante, marchantita, ¿qué me compra? A cinco centavos el montón, acérquese, le hecho su pilón”. Algunos vendedores aplaudían para que quienes pasaban vieran su mercancía. Había uno que otro que no se puede olvidar, como la güera que vendía el jabón y que todo el día sin descanso gritaba “¡A peso! ¡A peso! ¡A peso! Otro que no se olvida era Teófilo Casasola quien lanzaba al que pasara por su puerta la tela de flat o satín, y al mismo tiempo gritaba: ¡Aquí están sus hilachos, lléveselos! Y así por el estilo, había un sinfín de comerciantes que por sus especiales aptitudes y actitudes llamaban la atención de la clientela.
Una acción que ya en esta época no se ve era el famoso trueque: así se le llamaba al cambio de mercancía entre comerciantes, tomando en cuenta el equivalente del valor de lo que se da y de lo que se recibe. No había precios fijos ni oficiales, como los actualmente marcados y nunca respetados. También se acostumbraba el regateo.
Entre otras cosas, dentro de las medidas usadas, estaba el montón que, como su nombre lo dice, una medida muy irregular, tanto en el precio como en la cantidad, aunque parece que todos se ponían de acuerdo y el montón era igual en un puesto que en otro. Lo mismo pasaba con el manojo, que como, hoy en día, el cilantro, perejil, epazote, hierbabuena se venden, ya sea en el mercado o en tiendas de autoservicio.
Las semillas casi siempre se vendían en cuartillos, a veces en litro, el mismo que servía para medir los líquidos, cuando no se ocupaba el jarro. Había otras medidas como la carga, la arroba, la vara, la báscula y el metro que no todos tenían. No faltaban quienes olvidándose del precio por medida, le entraban al regateo. El que vendía daba precio y el que compraba ponía otro hasta llegar a uno diferente y conveniente para ambos.
Algo muy importante de comentar son las monedas que circulaban en ese tiempo, eran las de cobre de 1 y 2 centavos, las de niquel de 5 y 10 centavos, de plata, que había de 10 y 20 centavos, el “tostón” de 50 centavos y el peso fuerte que era moneda firme y muy apreciada.
Los viernes numerosos grupos de turistas extranjeros, en su mayoría norteamericanos, venían a comprar artesanías. Eran guiados por muchachos que, al dedicarse a esto, pronto aprendieron el idioma inglés; fue entonces cuando empieza a circular el dólar, y a la mayoría de los comerciantes les gustaba recibirlo. Los turistas compraban principalmente sarapes de lana, sombreros de palma, polveras de madera, candiles de hoja de latas, canastas de palma de colores y un sinfín de la vistosa y llamativa artesanía mexicana.
Algo que también conseguían los turistas, eran imágenes del ambiente lleno de folclore, retratando a campesinos y a las mujeres con sus vistosos rebozos, cubriéndose parte de su rostro y con su ingenua risa avergonzada. Con el tiempo dejarse retratar se convirtió en un negocio aceptando sólo que hubiera propina. La fama del tianguis con tanto visitante, trascendió de tal manera, que llegaron a visitarlo grandes astros del cine mundial como Johnny Weismuller (primer tarzan) y Edwuard G. Robinson entre otro muchos al grado que se corrió la voz para acercarse a conocer a los famosos personajes.
Por otro lado algunos campesinos venían de las partes más cercanas de la ciudad, traían su mercancía y llegaban en burros. Sus vestimentas eran sencillas; ropa de manta o cambaya. El varón sombrero de palma, los surianos con sombrero de Tlapehuala; la mujer enaguas y blusas de color, delantales bordados con figuras de vivos colores y el imprescindible rebozo. Los de algunas zonas acostumbraban a usar el chincuete de lana, en la cintura el ceñidor o faja y el quesquémetl. Hombres y mujeres con huaraches y algunos todavía descalzos.
Entre las costumbres de “día de plaza”, una muy popular era que las amas de casa, de todas las clases sociales, dedicaban la mañana para hacer sus compras, con las que se surtían para toda la semana, y era de verse con las señoras, llevando ellas mismas su canasta o haciéndose acompañar por alguna persona de su servicio, llegaban por la calle de Juárez a buscar a fuera de las tiendas “El Cairo” del señor Cuevas o el “Crédito” del señor Ciro Estrada, a algún cargador que ya esperaba a su eventual patrona. Lleno el canastón de un buen surtido, el cargador, al lado de la sirvienta, lo llevaba sobre sus espaldas a casa de la señora, mientras esta se quedaba para hacer las compras de la ropa u otro artículo necesario, casi siempre encontrándose con algunas conocidas, pero muy en breve su plática ya que los cargadores el caminar gritaban “ ¡Ahí les va el golpe! ¡Hágase un lado!
Otras de las costumbres de ese día, por consecuencia lógica, era que en todas las casas se comía el popular “taco de plaza”, ya que se había comprado y llevado en la canasta lo necesario para su elaboración. Pero como siempre ha ocurrido aquí en Toluca, tan pronto como se instala algo, le siguen los demás y así, se hicieron famosos los “tacos de Lupita”. Ella tenía dispuestos en bateas y cazuelas, todos los ingredientes para el taco de plaza, desde pata, nopales, acociles, queso blanco, pescaditos blancos de Lerma, sardinas, charales, jitomate, cebolla, cilantro, chiles verdes y manzanos, barbacoa, chicharrón, papaloquelite, guajes y algunos ingredientes más para el gusto del consumidor.
Ya por la tarde cansadas del trajín, familias de campesinos se sentaban cómodamente en el suelo para comer su taco, convidándose de tortilla a tortilla, la sal y los quelites, sin que les faltara una catrina o jícara de pulque, o bien de chivo, que era un tarro de a litro, que pasaba de mano en mano. A esa hora, desde las pulquerías situadas en esas calles y con nombres como “Los siete compadres”, “El infierno”, “La reina Xóchitl” , “El colorado” y otras, se dejaba oír música viva de corneta y tambora, con notas alegres de alguna marcha o paso doble, dando al ambiente un toque de fiesta y de gozo. También empezaban a dejarse ver a las sirvientas de las casas particulares que, en grupos de dos o tres, iban en busca de paisanos para saludarlos.
Cerca, al norte estaba la cantina “La Pasadita”, de doña Severiana Ramírez o, más arriba, la cantina “El Reflejo” que dio nombre al lugar y que estaba sobre la calle Matlazincas, que comenzaba por lo que era la Plaza España y que, dicen los que saben, ahí vivían los fundadores de la ciudad y es por ello de tantas vecindades.
Tras ese día de trabajo y tarde de regocijo, por los pulques y los chumiates, de regreso a sus lugares de origen por el lado del río Verdigel, en ese entonces al descubierto, muchos se paraban ahí hacer sus necesidades donde existía un barranco que era peligroso en días de lluvia, y es por ello que por ahí caían muchos golpeándose y perdiendo el sombrero y la cobija, lo que generó la frase célebre de “Toluca buen gente, no mata, nomás taranta, quita cobija y y echa a barranca”, que se convertía en una justificación, para no decir que iban borrachos, tanto ellas como ellos, cuando eran cuestionados por parientes y compadres.
Cerrando esta narración, el tiempo pasa y mucho de lo que aquí se escribe ha desaparecido. Hoy subsiste el tianguis en otro estilo, en otra época, con otra imagen, con otras costumbres. El día no ha cambiado, siendo esto lo que tiene relación con el pasado.