Hace un año me invitaron a hablar sobre el fenómeno Pokémon Go. El mundo entero hablaba de ello, las ciudades vieron a cientos de jóvenes irrumpir sus calles, sus parques, sus lugares sagrados; jóvenes que en su andar parecía que les era imperceptible el sol, la lluvia, el frío, el día o la noche. Todos buscaban las poképaradas para cazar picachus o charmanders.
Al igual que ciertas páginas de Internet, países como China o Irán prohibieron el juego por considerarlo una “amenaza para la seguridad”. Los jóvenes más, y los adultos no tan jóvenes un poco menos, pero todos vivimos una irrupción del fenómeno Pokémon Go en nuestra cotidianeidad.
¿Realidad qué?, ¿aumentada en qué sentido?, ¿irrumpen, en tiempo real, elementos virtuales en el universo físico?
Pokémon Go fue tan efímero como lo son la mayoría de los hechos hoy en día, aún no logramos entender lo que era y pasó como pasan todas las modas; no obstante, vino a mostrarnos de manera precisa una brecha generacional y situacional.
De un lado nos ubicamos quienes pertenecemos a lo que Marshall McLuhan llamó “La Galaxia Gutenberg”: libros, periódicos, gacetas y pasquines… todo en papel, fue siempre el medio para allegarnos de información; para los de nuestra generación, las “nuevas” tecnologías de información se reducían a la radio y la televisión. Las generaciones subsecuentes son “nativas digitales”, para ellos el mundo se entiende antes y después de Internet, dominan las tecnologías de información y comunicación como una prolongación de su propio cuerpo; jóvenes para quienes la realidad y la virtualidad son dos caras de la misma moneda; jóvenes cuyas relaciones cotidianas se encuentran mediadas por múltiples canales y dispositivos.
Generaciones que, si bien convivimos, nos desplazamos y operamos con distintos lenguajes y tenemos distintas formas de comunicación. Los adultos, por supuesto, nos quejamos de la falta de empatía y de respuesta de los jóvenes. A estas alturas ya no sé si esta condición de incomunicabilidad está dada por cierta resistencia de parte de los adultos a “entender” el mundo digital de los jóvenes, o si ambas generaciones hemos hecho poco por acercarnos a nuestras formas de ver e interpretar el mundo.
Quizá por eso nos sorprende verlos en las calles desbordados, organizando la solidaridad. Quizá por eso nos cuesta trabajo entender que muchos de ellos han bajado su consumo de carne y el desperdicio de comida; han tomado como tema de su agenda el respeto a todo ser vivo y a la diversidad. Si conversamos con algunos de ellos nos daremos cuenta que no tienen dentro de sus prioridades adquirir un auto, tener un empleo fijo, casarse o tener hijos.
Si nos detenemos un poco, podemos ver la sensibilidad que les habita. Procuran el medio ambiente, no sólo como un instinto de sobrevivencia sino, sobre todo, como medida solidaria para con las futuras generaciones; en sus relaciones humanas, una gran mayoría ha incorporado valores que promueven la inclusión, el respeto y la tolerancia.
Si lo pensamos bien, si nos escuchamos y los escuchamos, nos podemos percatar que tanto en ellos, como en nosotros, habitan diversas nostalgias del pasado, muchos hemos vuelto a los vinilos, a la fotografía análoga, a los consumos locales y sustentables, a la bicicleta; seguimos disfrutando la textura y el olor de los libros en papel. En lo cotidiano prevalece lo que muchas veces se asume como utopía: la solidaridad, la hospitalidad, los sueños por reapropiarse de lo público, por volver a lo simple, por abrir espacios para disfrutar los momentos. Por volver a lo humano.
Por eso escribo de lo simple y de lo cotidiano. Por eso escribo tratando de esquivar las violencias que habitan el mundo, con las ganas de contagiarnos de otras huellas que no sean las de la violencia y la necedad. Escribo desde mis lazos afectivos, con trozos de cariño, tratando de no vivir en la inmediatez, de hacer las cosas a favor de los sentidos.
Escribo, y mientras escribo recuerdo lo que me dice Dante: evita capturar en la pantalla (como a Pokémon), el momento exacto en el que ocurren las cosas. Transformar un escenario hermoso en pixeles es imposible. Aprende a palpar el viento, a respirar el aire y a exhalar recuerdos; ver más allá de la pantalla y emprender el camino hacia adelante, hacia atrás y hacia los lados. Siempre hay trescientos sesenta grados de posibilidades.