Dicen que cuando John Lennon tenía cinco años preguntó a su madre cuál era la moraleja de la vida. –Sé feliz– le respondió.
Otro día, su maestra en la escuela pidió a los niños mencionar qué querían ser cuando fueran grandes. –Ser feliz, dijo Lennon. –Usted no entendió la pregunta-, señaló la profesora. –Sí, es usted quien no entiende la vida.
Pareciera ser que el mejor momento para reflexionar sobre la vida, es cuando se está cerca de la muerte. Más que en otros tiempos, hemos aprendido a movernos con la rapidez de los cambios, nuestro culto a la satisfacción inmediata, nuestra obsesión por tener mucho de lo que no necesitamos.
¿Hace cuánto tiempo que no salimos de casa sin tener que correr?, ¿hace cuánto que no salimos dejando intencionalmente el celular en un cajón?, ¿hace cuánto que no nos detenemos a charlar, o a tomar un café con un amigo a quien nos encontramos por casualidad?, ¿cuándo fue la última vez que nos subimos a una bicicleta, o que disfrutamos la lluvia sin correr para no mojarnos?, ¿hace cuánto que no deshojamos una margarita, que no disfrutamos la caída de las hojas en otoño, que no salimos de casa sin bañarnos para deambular sin destino fijo?
¿Cuándo fue la última vez que intercambiamos sonrisas con los transeúntes, que hicimos una larga sobremesa, que disfrutamos de una puesta de Sol, de una noche de estrellas y luciérnagas o que simplemente en nuestro andar nos detuvimos a descubrir los detalles de la ciudad?
Desde siempre, el ser humano ha buscado reflexionar sobre el origen de la vida. Existen diversas teorías, supuestos y sugerencias acerca de qué es lo que hay más allá de la muerte. Ambos siguen siendo fenómenos fascinantes y enigmáticos –pues las preguntas aparentemente más sencillas, son siempre las más difíciles de responder. En el fondo de todo ello radica, pienso yo, el deseo de inmortalidad, deseo que se ha convertido en una aspiración inquebrantable en las más diversas culturas, y que pervive generación tras generación.
De manera individual y colectiva repasamos sobre el sentido de la vida más allá de la muerte, sin un tiempo, sin un espacio. A través de la memoria “viviente” todas las comunidades buscan garantizar ciertas formas o vías de inmortalidad. Pareciera ser que ciertos recuerdos son inmortales y nos dan memoria eterna, para bien o para mal.
Mientras estamos vivos –de una u otra manera– procuramos cierto equilibrio entre mente y espíritu, buscamos nutrirnos de buenas ideas, emociones, sentimientos. Cuando alguien muere “pedimos por su alma”. Los daneses parecen haber apostado por ello con su filosofía “hygge”, una mezcla entre acogedor bienestar, comodidad y libertad, una actitud frente a la vida que implica:
Buscar tiempo para hacer cosas que nos hagan sentir bien.
Optimizar los espacios laborales para tratar de estar bien, y más tiempo con la gente que queremos y con nosotros mismos.
Disfrutar un paseo por el parque, reunirnos en casa con amigos.
Crear ambientes confortables: un plato bien colocado, una pequeña flor del campo, un poco de la música que nos gusta. Lo económico no debe convertirse en nuestra limitante de comodidad.
Tratar de desconectarnos un poco, dejar de vez en vez la televisión, el iPad o el celular. Aprender a no tener la oficina como excusa permanente. El ocio es un derecho humano que debemos ejercer de manera más frecuente.
Darse un espacio para cocinar en familia o con los amigos, romper la rutina del día a día, preparar la receta tradicional de la abuela u hornear un pastel. Conectarnos con nuestras raíces, i tradiciones nos genera valor sentimental.
Despertar más domingos con un buen café o un buen libro, sin la prisa de correr, acurrucarse con una buena taza de té o una buena película.
Como dicen, hay que aprender a “vivir el momento y disfrutar el ahora”. De eso se trata vivir, en las cosas simples se construye nuestra posibilidad de trascender con los nuestros.
Los mexicanos sabemos hacerlo bien, por eso sorprende al mundo nuestra relación con la muerte. Desde nuestras raíces, desde nuestro sincretismo hemos aprendido a gestar en cada partida un espacio para una vida. Por eso, estos días son de fiesta, son de encuentro entre almas y espíritus.
Con los míos procuramos también ofrendar a nuestros muertos, recordarlos, nombrarlos. Escribo y mientras escribo me acuerdo cuando lo conocí, tanto como el día en que partió. Me acuerdo de su último suspiro tanto como de la tranquilidad de su rostro. Me acuerdo de su fuerza, de su lucha, de su sentido del humor, de su estilo, de su entereza. Me acuerdo siempre y me acuerdo tanto.
La memoria es el sitio donde las cosas ocurren por segunda vez, quizá por eso preservar a la gente querida en nuestra memoria es una forma de inmortalidad. Es una forma de estar y departir con ellos, aún sin estar.