Dos noticias que podrían alterar en forma significativa, para bien, el desarrollo de las empresas informativas (el ejercicio del periodismo, primordialmente) y las haciendas públicas de las naciones:
De un lado, el parlamento de Australia aprobó una ley, la primera en el mundo, mediante la cual se obliga a los gigantes tecnológicos Google y Facebook a pagar a los editores locales por su contenido de noticias.
De otro, desde Milán se informó que los ministros de finanzas del llamado G-20 “avanzaron este viernes en un acuerdo internacional para imponer un impuesto a las multinacionales del sector digital, después de que Estados Unidos eliminara un obstáculo puesto por la administración de Donald Trump”, denominado “puerto seguro”, es decir, otorgar a las monopólicas firmas la opción de aceptar el régimen fiscal de manera voluntaria o continuar con el sistema actual (licencia para aterrizar en cualquier “paraíso fiscal” o nación con esa categoría, como Andorra, Irlanda, Suiza u otros, de bajos impuestos).
Al principio los ejecutivos de Google y Facebook se liaron con el Demonio de Tasmania australiano (los segundos hasta bajaron la cortina), pero al final tuvieron que ceder e iniciar negociaciones para que “las empresas de medios de comunicación reciban una remuneración justa por el contenido que generan”, según las autoridades de ese país.
En efecto, esas firmas no sólo se han agandallado toda la publicidad, dejando a los medios informativos en la casi sobrevivencia y en algunos casos obligándolos al cierre, sino que hasta se han dado el lujo de erigirse en Santa Inquisición Digital, dictando lo que sus buenas conciencias creen que el público debe o no consumir, incluso con algoritmos de corte racista.
La medida ha estado en la mira de muchos países del mundo con el notable fin de comenzar a legislar sobre ello (¿México para cuando?). El periodismo sin duda ha sido arrastrado, para bien y para mal, en ese revolucionario oleaje tecnológico, porque tiene un mayor alcance, está a un “clic” de las personas, pero no recibe, o recibe ya muy poco, de lo que se genera por publicidad, fuente legítima de ingresos (no “chayote”) para el pago de reporteros, principalmente, y todo el personal especializado en la difusión de noticias y creación de contenidos.
Esto hay que saludarlo para bien del ejercicio periodístico y hasta para las propios gigantes de la tecnología que, en todo caso, estarían obligados a formar sus propios cuadros especializados en materia informativa y de contenidos.
De otro lado, se supone que a mediados de este año deberá quedar listo el acuerdo internacional para establecer un impuesto digital a las multinacionales. En Europa, principalmente, es donde están empujando fuerte para que así suceda.
Google, sus dueños, igual que Facebook, Apple, Skype, etc., figuran en la lista de “clientes distinguidos” en Irlanda, Islas Bermudas, Singapur, es decir, “paraísos fiscales”, como ha documentado el economista francés Gabriel Zucman (La Riqueza Escondida de las Naciones).
Las razones detrás de esta iniciativa del G-20, sobre todo de la insistencia europea, parecen hundirse en el miedo a que emerjan plagas xenófobas y políticos fascistas (ese nacionalismo fervoroso al calor de la tragedia social generada por una doctrina económica igualmente trágica, repetido, repetido y repetido repetidamente hasta la repetición repetida en los culebrones hollywoodenses, pero ignorado por la contumaz codicia a los hora de los cálculos).
Quizás también sea parte del inicio de una escalada de acciones para comenzar a revertir la desigualdad y la acumulación de fortunas vía evasión de impuestos. (¿Está en camino el impuesto a las transacciones financieras para quitarle lo “animal al espíritu”, o cuando menos tranquilizarlo?)
De mientras, el evangelio según el cual es benéfico (por “meritocrático” e “innovador”) no cobrar impuestos a las grandes multinacionales y es “normal” que la globalización se signifique por la opulencia de pocos y la miseria de miles de millones, está dando muestras de algún desfallecimiento.