Vivimos en una sociedad enmarcada por la tradición y el costumbrismo de una cultura machista que renueva generacionalmente una serie de estereotipos y pensamientos, basados en la ignominiosa y egoísta idea de que debe haber una brecha de privilegio entre hombres y mujeres. Pensamiento que en pleno siglo XXI prevalece a pesar de los esfuerzos institucionales y colectivos por erradicar toda forma de discriminación y violencia.
A pesar de lo difícil que pueda resultar entender que aún exista esta falacia de diferenciación, no es motivo de espanto darnos cuenta de que, a través de los años, en los núcleos familiares y educativos se ha fomentado una perspectiva poco igualitaria e inconsciente de la necesidad de aspirar y promover una transformación en la manera de tratarnos, hombres y mujeres.
Para lo anterior, basta voltear la mirada a la genealogía del problema, que, sin duda, encuentra su origen en el ceno de la familia, donde la asignación de roles y privilegios, pende primordialmente de la voluntad pragmática de las generaciones precedentes; ¿Qué está bien, o qué está mal? ¿Qué color usa un niño y qué color una niña? ¿Quién debe hacer qué? Esas y muchas más preguntas responden en sí mismas a una forma de educación donde en la mayoría de los hogares, se genera una marcada diferenciación y se traza un camino futuro muy diferente siendo niño o niña.
Quienes tratan de entender la problemática actual, cruda y lacerante, deben comprender en primera instancia, que existe una responsabilidad compartida sobre los asuntos públicos de violencia y discriminación hacia las mujeres. Esa responsabilidad conlleva entonces el compromiso irrevocable de los hombres de buscar la deconstrucción de la imagen de lo masculino y de lo femenino, como un precedente básico para erradicar la desigualdad.
Las nuevas masculinidades tienen entonces, el reto de asumir una nueva forma de sociedad, donde esa brecha se haga cada vez más corta; donde las mujeres puedan acceder a espacios antes considerados exclusivos para los hombres, a campos de desarrollo donde antes las mujeres no tenían cabida y donde su participación es fundamental, por sus significativas aportaciones y porque sencillamente, todos debemos tener acceso a las mismas oportunidades.
Una concepción radical tiene que ser la adaptación de las nuevas masculinidades como una forma de vida, donde el objetivo principal sea que todas y todos podamos acceder a una vida en plenitud de desarrollo. Somos responsables del presente, pero más aún, somos responsables de los destinos de nuestra sociedad, por ello, entender que el papel de mujeres y hombres, unidos y fortalecidos por una nueva construcción de convivencia basada en el respeto y la igualdad, es la garantía de un futuro promisorio y de paz.