La cata estaba programada a las 18:00 horas; doce mujeres nos habíamos dado cita con un propósito: aprender algo de lo que culturalmente ha estado en guarda de los hombres. Cinco minutos antes de la hora señalada todas nos encontrábamos reunidas. El lugar estaba bien iluminado, aireado, silencioso, carente de olores y a temperatura media como lo marca el protocolo para una buena degustación de vinos.
Manteles blancos, seis copas para cada una, platos con quesos y carnes frías, manzanas rojas y amarillas, algunos trozos de pan y racimos de uvas, era lo que predominaba en el escenario. El silencio y la seriedad se apoderaron de nuestro ánimo; el enólogo empezó con algunos referentes básicos con el fin de que intentáramos preparar no sólo el paladar sino los sentidos.
“El mejor vino, señaló, es el que más nos gusta, el que nos genera una satisfacción, el que nos lleva a momentos hedónicos”. Degustamos cinco vinos, nos habló de sus cualidades y de sus características, nos hizo algunas recomendaciones para aprender a seleccionarlos. Es importante identificar qué tipos de uva nos gustan, la cosecha, la casa que lo produce y por último la marca. Yo lo único por lo que me guiaba era por esta última.
El tipo de uva tiene que ver con nuestro acervo gustativo, la cosecha con las condiciones climáticas del año de producción, lo que define en buena medida la calidad de la uva; la casa productora determina la denominación de origen y la marca es lo de menos.
Empezamos con dos blancos, su olor me llevó 21 años atrás, una prolongada reunión con buenos y grandes amigos, momentos que marcaron el inicio de una etapa de mi vida; la pasamos muy bien, aunque la resaca que me dejó hizo que los blancos no sean mis preferidos.
El segundo fue un vino un poco más espumoso que el primero porque en su proceso de fabricación tuvo una segunda fermentación, dicen que es la característica de un vino nervioso. En esa degustación entendí la importancia de fragmentar la lengua, la punta para identificar lo suave del vino, atrás lo amargo, el centro pulsa la acidez y las paredes, la salinidad.
La tercera selección fue para el espumoso, su olor me trasladó a la novena, en un típico restaurante neoyorquino, donde uno puede aislarse del ajetreo de la ciudad e imbuirse de a poco de la vida de quien habita esa ciudad tan cosmopolita, tan viva, tan asimétrica.
No hubo rosado, así que continuamos con los tintos. Para ese momento nos habíamos desinhibido un poco, murmureo, risas, preguntas, todo daba un toque sonoro que sumaba a la armonía de la tarde. Aprendí entonces que el tinto procede de mostos de uvas tintas, porque es de la piel donde se obtiene el color y que dependiendo del tiempo de envejecimiento que se realice en la barrica y en la botella se pueden obtener vinos jóvenes, crianzas, reservas o grandes reservas.
El último fue un vino intenso, con aroma a fruta fresca y roja. Su consistencia y sabor me hicieron recordar lo peligroso que es para mí, empezando porque me desinhiben de a poco. Cerramos con un vino frutoso, de textura plena en boca, bien estructurado y suave. Para ese entonces me fue inevitable sentir la sensación de esos momentos en los que uno quisiera detener el tiempo.
¡Felices fiestas decembrinas y que nadie se los haga inocentes!