“Dichoso aquel que huye del mundanal ruido”. Dichosos aquellos –que son pocos, muy pocos– que han decidido vivir en la República Independiente de Paradilla: Manuela y su familia que, de vez en vez van, pero nunca le han dejado; Luis y Juan Carlos que llegaron hace algunos años y que en su caminar le reconocen cada día; también está una pareja que no interactúa con nadie pero que, si entendí bien, ahí están casi todos los días.
Se puede decir que la ausencia es el rasgo común de esta comunidad; ausencia de población sería más propio decir, porque si algo tiene Paradilla es humanidad en todos los sentidos de la palabra. Aquí estallan los colores, retumban las voces y afloran los sentimientos, aquí el tiempo no se interrumpe, transcurre y vive: habita. No hay espacio para las prisas, se camina con parsimonia, no se habla en voz baja, ni se sonríe a medias. Aquí todo es auténtico, lo mismo el piar de los pájaros, que el sonido del cencerro.
Tal pareciera que la tranquilidad que aquí se respira permitiera saciar la convulsión del mundo al que pertenecemos. Cierro los ojos y me detengo un momento para sentir el viento, los abro para abrumarme con la acumulación de formas que dotan de belleza y armonía a la montaña. Me entretengo a contemplar los detalles del paisaje: cerros llenos de árboles, veredas rocosas salpicadas de flores, matorrales amontonados de cualquier manera, una ermita, paredes de piedra, techos de teja, unas pocas casas y una escuela vacía.
Me llevo la esencia de los guijarros y el púrpura de los cardos, la nitidez de todos los colores, desde el sepia de las praderas, hasta el verde de los montes, el intenso azul del cielo que se difumina con el grisáceo de las rocas. Me los llevo todos. Me dicen que es tierra de osos, de lobos y jabalíes, que habitan también nutrías, águilas, ciervos y buitres quebranta huesos. Miro a Wamba, uno de los dos o tres perros que forman parte de la comunidad, él también me mira, de alguna forma me ha hecho saber que todo esto está hecho para él, para ejercer su derecho a la libertad.
Camino “La Senda de Celorio”, percibo las vibraciones que produce. Tal como él hace escucho a los guijarros, tal como él estrecho manos llenas de amistad, manos que aún tienen presente las marcas del franquismo, las mismas que hoy escriben y esculpen para diluir la turbulencia de ese pasado. Camino para releer algunos de los fragmentos del relato “Celorio el de Geras. Tú sabes”.
Sé, estimado lector, que es algo difícil de creer, pero les aseguro que la senda está viva; al caminarla se diluye la costra dura de la sangre, la de Celorio y la de los mineros. “La Mano de Amancio” –la que crea y la que esculpe– se fusiona en el camino y en el paisaje para expresar la realidad que se percibe; enclavada en las entrañas de esta montaña “La Mano” enuncia todo, ahí radica su belleza. ¿Por qué allá, si nadie la ve? ¿Por qué enterrada, si nadie la ve? Está allá y está ahí no para que se la topen y pasen de largo, está allá para provocar un encuentro con lo más simple y lo más bello; está ahí para provocar un diálogo, que lleva implícito lo cruento de un pasado y la resignificación de un presente. Está fuerte, erguida e impregnada de sentido, por eso provoca dudas, por eso provoca emociones. Está ahí para reafirmar la esperanza en lo humano, nada más, pero tampoco nada menos.
Las manecillas del reloj marcan las nueve menos veinte. Si estuviera en mi país diría que “ya es de noche”; pero aquí no, aquí el Sol empieza a caer hacia el Oeste y sus rayos se cuelan entre mis párpados, “ya se siente el fresco” como dicen aquí. De la cecina, la tortilla y la sidra brotan sabores propios de esta tierra. Disfruto de la forma tan peculiar de servir y de tomar la sidra: se abren los brazos casi verticalmente para intentar que el chorro choque con el borde del vaso. Me explican que a eso se le llama “escanciar la sidra”, es preciso lograr que se rompa la burbuja, que el aire oxigene el carbono de la manzana. Así es el proceso para lograr cada “culin” de sidra.
Para volver a la carreta que lleva de regreso a la ciudad, hay que ir por un camino serpenteado de poco más de un kilómetro, no más de tres metros de ancho; es de un solo sentido, como la vida, tú decides si subes o si bajas. Quedan las estrellas que brotan en la Ruta de Celorio, en la comarca leonesa de Gordón, en pleno corazón de la Reserva de la Biosfera del Alto de Bernesga. Quedan las estrellas impregnadas de dignidad y esperanza.