Hay sucesos en la vida que marcan un antes y un después en el curso de una nación; hechos que sientan precedentes significativos al cimbrar las conciencias de toda una generación. El asesinato de John F. Kennedy es quizá uno de los acontecimientos más notorios del siglo XX.
Murió el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas, pero su presencia y su legado siguen vigentes en la memoria colectiva, política y social de los Estados Unidos de Norteamérica. Su muerte dio origen a un símbolo que se ha convertido en una figura de culto, un mito de la cultura estadounidense y mundial.
Es en el cementerio de Arlington, en Washington D.C., pilar del progreso, capital de los Estados Unidos y tierra de grandilocuentes demócratas, donde reposan los restos de JFK, considerado como uno de los presidentes más extraordinarios de los últimos tiempos.
La muerte tiende a engrandecer el legado, la divisa de determinada existencia, pero con Kennedy no se exagera al decir que su llama eterna sigue brotando como “el resplandor de ese fuego que puede encender el mundo”, tal como lo dijo en un pasaje durante su discurso de inauguración presidencial.
Su fuego infinito es un llamado a enaltecer los principios de unidad, libertad y dignidad y nos anima a buscar desde nuestras coincidencias y disidencias aquella “constante perpetua” que averiguó siempre el gran Fernando Pessoa.
Su asesinato está colmado de incertidumbre; a la fecha resulta complejo descifrar las genuinas causas de su muerte. Existen diversas teorías al respecto, pero su fallecimiento solo enalteció y unió a la sociedad americana que cada aniversario luctuoso le rinde homenaje de distintas maneras, porque los héroes y los demócratas no son patrimonio de las naciones, son un patrimonio cívico y cultural del mundo.
John Fitzgerald Kennedy unió la lengua de Mahoma, la de Shakespeare y la de Cervantes en un solo pensamiento. Es esta última lengua -el español- la que nos ha traído hasta aquí para recordar con dignidad y orgullo las palabras del genial Omar Torrijos: “En ningún momento caigan en el error de pensar que algunas de sus tareas son de poca importancia. Un modesto granito de arena, un solo milímetro en la correcta decisión histórica es un avance mil veces mayor que un metro en la dirección opuesta a la de nuestro proceso”.
Eso es lo que la vida y obra del trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos ha enseñado al mundo. Cuya palabra quedó escrita en leyes, pronunciada en discursos, desmenuzada y analizada en aulas, plazas públicas, que lo mismo se ha parafraseado, profundizado y replicado en libros, párrafos, textos, que ha servido para construir y transformar mundos.
“Es mucho lo que podemos hacer si estamos unidos en emprendimientos de cooperación, pero poco si estamos divididos. No podemos afrontar un poderoso desafío si estamos distanciados y divididos… Permitámonos analizar qué problemas nos unen, en lugar de detenernos en los problemas que nos dividen. Nada de esto estará terminado en los primeros cien días. Tampoco en los primeros mil días, ni durante toda esta administración, quizás ni siquiera en nuestra vida. Pero empecemos…”
Son palabras de Kennedy que nos han enseñado a creer en el valor imperecedero que tienen las palabras, a creer en la democracia y a creer en las coincidencias. A plasmar su legado en las letras, en pinturas, en la poesía y en el arte. Porque en ellos se refleja la esencia del hombre.
Parafraseando al gran bardo de Mario Benedetti, cabe decir que donde esté, si es que está, su presencia, la de Kennedy, fue, es, y seguirá siendo causa, legado y ejemplo.