Hace cinco años, por estas fechas, se decretaba el primer confinamiento. Vivimos lo inimaginable: el mundo caótico al que estábamos acostumbrados paró de golpe. Las calles quedaron desiertas, los vuelos turísticos se suspendieron y la economía colapsó. Las escuelas cerraron, las oficinas se vaciaron y, de repente, la casa se convirtió en oficina, salón de clases, gimnasio y hasta templo. Tuvimos que sumergirnos de lleno en el universo digital: reuniones por videollamada, clases en línea, pedidos a domicilio y un sinfín de actividades mediadas por la tecnología. Fue un tiempo de incertidumbre y adaptación forzada, donde lo cotidiano se transformó radicalmente.
Nos pidieron que nos quedáramos en casa, que era la forma más segura de protegernos del virus. Pero en un país como el nuestro, sólo una tercera parte podía darse ese lujo; el resto debía salir para sobrevivir, codo a codo en los autobuses o en el metro. El hacinamiento y el riesgo eran parte de su "normalidad", por lo que resultaba difícil pedirles que se quedaran en casa. Luego estaban quienes podían hacerlo y nomás no entendían o nomás no creían… y estaba también el Presidente, que insistía en que la mejor manera de no contagiarse de COVID-19 era "no mentir, no robar, no traicionar". Y también estaban aquellas "gotitas mágicas", hechas a base de nano moléculas cítricas, que supuestamente protegían a la Secretaria de Gobernación. De seguir así, no sabíamos pa’ cuándo se aplanaría la curva de contagio.
Las declaraciones oficiales insistían en que "la familia en México es excepcional, que es el núcleo humano más fraterno", pero la realidad se oponía a esas palabras. Para muchas mujeres, quedarse en casa no representaba un lugar seguro, sino un espacio de tensión y alto riesgo. Era en casa donde enfrentaban –y seguirían enfrentando– violencia, incluso la muerte. Las denuncias y las cifras sustentaban el incremento en las llamadas de auxilio de mujeres durante el confinamiento, pero desde el gobierno nos pedían contar hasta diez.
En medio de todo esto, hubo quienes se convirtieron en símbolos de resistencia y sacrificio. El personal de salud fue el emblema de la heroicidad, porque estuvieron todos los días en el campo de batalla, enfrentando largas jornadas, con equipos de protección insuficientes y en condiciones adversas. Su entrega y valentía salvaron incontables vidas, a costa de su propio bienestar y, en muchos casos, de su propia vida. En los científicos se anclaba la esperanza, con su incansable búsqueda de tratamientos y vacunas para frenar la pandemia. También los profesionales de la educación fueron puestos en primer plano, adaptándose de un día para otro a un modelo virtual que no estaba preparado para todos. Su esfuerzo permitió que la educación continuara, pese a las limitaciones tecnológicas y la brecha digital. Por otro lado, el personal de limpieza, a menudo invisible, se convirtió en pieza clave para mantener la sanidad en hospitales, calles y espacios públicos. Se les reconoció, aunque por mucho tiempo su trabajo había sido minimizado. La pandemia puso de relieve la importancia de todos ellos, aquellos que, desde diferentes frentes, sostuvieron al mundo cuando todo parecía desmoronarse.
Sin embargo, hubo otro grupo de trabajadores cuya labor fue fundamental y de la que poco se habló: el personal de servicios periciales. Mientras el mundo estaba encerrado, ellos seguían en las calles, en hospitales, en fosas comunes y en morgues desbordadas. Su trabajo, a menudo invisible y silenciado, consistía en identificar cuerpos, analizar causas de muerte y reconstruir historias de quienes sucumbieron a la enfermedad o a la violencia. Atendieron escenas de crimen, realizaron autopsias y llevaron un registro exhaustivo de las víctimas, sin descanso y con un nivel de exposición al virus altísimo. Fueron testigos directos de la magnitud de la tragedia y del colapso de los sistemas sanitarios y forenses. Muchos de ellos también enfermaron, algunos murieron, pero su labor nunca se detuvo. Sin ellos, muchas familias no habrían podido recuperar los cuerpos de sus seres queridos ni conocer la verdad sobre su muerte. Fueron, sin duda, parte esencial de esta crisis, aunque rara vez se les reconoció.
Escribo estas palabras para Agustín, mi hermano, y para todos sus compañeros, que forman parte de este personal de servicios periciales. Su labor, silenciosa pero esencial, los llevó a enfrentar la pandemia desde una trinchera poco visibilizada, entre morgues saturadas, escenas de crimen y cuerpos que esperaban ser identificados.
Agustín decidió ser un sobreviviente. Extremó precauciones como pocos: usaba doble cubrebocas, careta, guantes y desinfectaba cada objeto que tocaba. En casa, su vida transcurrió en aislamiento absoluto dentro de una habitación, alejado de su familia por el miedo constante a ser portador del virus y ponerlos en riesgo. Cuando necesitaba ver a mis padres, lo hacía desde el otro lado de la ventana, sin abrazos, sin contacto, apenas intercambiando palabras a través del cristal. Así fue su vida por cerca de un año: entre el deber y el sacrificio, entre la vocación y el temor, entre la vida y la muerte que se le presentaban todos los días.
Como él, muchos de sus compañeros enfrentaron interminables jornadas donde el cansancio y el miedo eran una constante, pero su compromiso los sostuvo firmes. Muchos no sobrevivieron. No hubo homenajes para ellos, ni reconocimiento en los medios; su labor pasó casi desapercibida. Sin embargo, gracias a su entrega, muchas familias encontraron respuestas en medio de la tragedia. Hoy escribo estas palabras para honrarlos, para que su historia no se diluya en el olvido y para recordar que, aunque el mundo parecía detenido, ellos nunca dejaron de trabajar.
Publicado en
Opinión
Entre huellas y ausencias: Cinco años desde el confinamiento
Miércoles, 19 Marzo 2025 00:00 Escrito por Ivett Tinoco García
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