Un adolescente mató a Carlos Manzo. No cualquier joven: uno involucrado con el Cártel Jalisco Nueva Generación. La vida de Manzo no le convenía a nadie, ni a su gobierno ni a los narcos que dirigen Michoacán.
Como en todo asesinato anunciado, se sabía que lo tenían en la mira. Incluso él bromeaba con querer ser viral, como si la fama pudiera blindarlo contra las balas.
Su exigencia, como la de las madres buscadoras, la de los 43 y la de la familia de Homero Gómez, es que la vida valga algo y no, como dice la canción de José Alfredo: “La vida no vale nada”.
¿Cuáles son los costos de esta muerte? Para el narco, es un alcalde más que muere creyendo que podía hacer la diferencia a través de su lucha. ¿Y para nosotros, los ciudadanos, cuál es el costo de seguir callando?
La gente de Michoacán y Morelia se lanzó a las calles a exigir justicia, a pedir que no quede impune.
De acuerdo con organizaciones sociales, este país es de los más mortíferos para defender el ambiente, buscar a un hijo, pedir legalidad o simplemente exigir la verdad; también en esa estadística se encuentran periodistas.
Según la página Votar entre balas, hay 106 alcaldes asesinados en este país. Lo terrible es que esa cifra ya no nos dice nada. Ya no nos estremece. Es solo una estadística más en el cementerio de la democracia.
La sombreriza, los gritos e incluso los insultos entre diputados, gobernantes y presidenta no le devolverán la vida a Manzo.
Una de sus tantas peticiones como presidente municipal de Uruapan era mayor seguridad para su comunidad. Y la ironía mayor es que los mismos diputados que gritaron su nombre exigiendo justicia aprobaron un presupuesto donde se le quitó dinero a seguridad, salud y educación.
Es devastador. Esas tres cosas son tiros de gracia… y nosotros, los ciudadanos, somos los cuerpos que caen.
Académicos también redactaron una carta para exigir que se esclarezcan los hechos; que se revisen los protocolos de protección y los mecanismos de reparación integral, y que se garantice la seguridad de testigos y familias.
Y no dejo de pensar que eso mismo pedía Manzo: protección, cuidado a su vida y a la de todos sus habitantes; no ser cómplices de la ocupación del narco. Pero de nada sirvió.
Ese clamor por acabar con la corrupción y los privilegios de diputados y malos gobernantes calló su voz, justo en medio de la gente donde le gustaba estar.
Ahora su viuda, Graciela Quiroz, ha dicho que seguirá sus pasos; que el mensaje de Carlos Manzo no se perderá, que al contrario, se reforzará, porque el movimiento del sombrero apenas comienza. Ella y sus seguidores han dicho que no darán ni un paso atrás. Su grito: “Mataron a Carlos Manzo, pero no a lo que despertó”, deja claro que la gente está harta de este narcopaís. Harta de que todos los días sean días de muertos.
El sombrero se ha convertido en estandarte. Y la tormenta, en bandera de resistencia. Carlos Manzo sembró esperanza en tierra de miedo. Hoy, su muerte nos exige cosechar justicia.
Y mientras el país lloraba a Manzo, otro foco de vulnerabilidad se encendía… De pronto, el acoso a la presidenta Sheinbaum. La mujer más poderosa del país vulnerada por un hombre común que pudo llegar hasta ella con una facilidad ridícula. El acoso es una realidad terrible que viven muchas mujeres, niñas, niños e incluso personas de la tercera edad. Y si esto sirve para sentar precedentes, perfecto. Lo que incomoda es que ocurra justo después de un asesinato tan dolido, en el que la inseguridad es más que visible.
Más sospechoso aún es que Estados Unidos ya se esté preparando para entrar a nuestro país “a salvarnos”. Perdón que sea tan desconfiada, pero nada se me hace fortuito en este momento coyuntural, donde a los gringos les urge sacarnos de su país y meterse en el nuestro.
¿Quién está cuidando a México? Porque los que deberían hacerlo parecen estar cosechando tormentas.

