Hay temas que duelen solo de escribirse, pero que debemos gritarlos para no invisibilizarlos. La UNICEF sostiene que todo Estado debe garantizar en la niñez una vida saludable, segura y educada. México le está fallando a sus niñas y niños en todo esto.
De acuerdo con estudios y fuentes oficiales, más de 15 millones de niños carecen de servicios médicos, 7.3 millones no tienen seguridad social, 6.4 millones no asisten a la escuela. Las razones son estructurales, no es por falta de voluntad, sino por pobreza, violencia y desigualdad. Imagina siquiera que en rincones del país, los niños cambiaron el recreo por el eco de un tiroteo. Hay pequeños que distinguen antes el sonido de una bala antes que el de un violín.
Vivimos en una nación donde los juegos infantiles se han transformado en estrategias de huida, donde para muchos jóvenes las redes sociales se convierten en la puerta de entrada al crimen organizado, que los seduce, los recluta, los adiestra y los desecha hasta borrarles la infancia y convertirlos en máquinas de muerte.
“Niños halcones”. “Niños mulas”. “Niños sicarios”: son palabras que jamás debieron coexistir en la misma oración, pero que hoy forman parte del título de textos educativos que los niños reciben para el ciclo escolar de sexto de primaria en escuelas mexicanas; biblioteca que forma parte de una iniciativa de prevención a la violencia lanzada por la Fundación Reinserta. Tres libros para que las infancias, padres y maestros, aprendan y prevengan frente a las técnicas de reclutamiento que usa el crimen organizado.
La Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM) estima que más de 200 mil menores están en riesgo de ser utilizados por grupos criminales. Lo verdaderamente alarmante no son las cifras: es el silencio que las envuelve. Desde 2019, en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana existe un Observatorio Nacional para prevenir el reclutamiento de menores, pero, como tantas instituciones, parece más un monumento burocrático que una herramienta de rescate.
La activista Saskia Niño de Rivera lo ha dicho con crudeza: siete de cada diez jóvenes en conflicto con la ley participaron alguna vez en actividades de sicariato. Algunos sobreviven, muchos no. Y los que quedan, arrastran cicatrices que no se curan con discursos.
Hay también otro lado de la moneda, donde los niños que se convierten en daños colaterales de la violencia incesante. Ellos no la ejecutan, la padecen: por todo el país se escuchan historias donde a los menores les mataron a sus padres. Son los huérfanos de México que no lloran porque ya aprendieron que llorar no sirve.
Los niños no deberían preocuparse por marchar. No deberían tener este nivel de conciencia social ni esa carga en la mirada. No es justo. Es robarles la niñez, la inocencia y el derecho a soñar. Los niños no deberían marchar. Y sin embargo, han tomado las calles con dureza exigiendo justicia.
Pienso en la novela Heridas abiertas, de Gillian Flynn. En ella, una madre escribe una carta a su hija asesinada: “Nunca más te cantaré hasta que te duermas… te echaremos de menos, hija mía.” La ficción se convierte en espejo de una realidad que ya no distingue entre literatura y noticiero. Cada día una nueva tragedia, un nuevo nombre sustituido por una estadística. Lo más terrible: nos estamos acostumbrando. Hay comunidades enteras que han normalizado vivir en este infierno. La violencia se volvió paisaje, la impunidad costumbre, la corrupción rutina. Cerramos los ojos y decimos “así es México”, y en ese instante, algo dentro de nosotros también muere.
Reaprender la empatía no es un lujo moral, es una urgencia nacional. La familia —en cualquiera de sus formas— debe volver a ser refugio. La escuela debe reconvertirse en el espacio donde se enseñe el poder de la bondad y, no por el contrario, espacios donde se perpetúan los cánones de violencia. La educación debe recuperar su sentido original: formar conciencia, no solo llenar cuadernos.
Robert Putnam escribió que el capital social se construye con confianza y reciprocidad. Hoy carecemos de ambas. Nos hemos vuelto espectadores de la tragedia ajena, indiferentes ante el dolor compartido. México no necesita más programas ni discursos: necesita más ejemplos. Víctor Lapuente lo advirtió: “Cuantas más leyes tenemos, menos ética hay”. Y es cierto. Ningún protocolo sustituirá el valor de mirar a los ojos a nuestros hijos y enseñarles con el ejemplo que la vida vale, que el respeto importa y que soñar sigue siendo un derecho.
Porque no hay herida más grande que la de un niño al que le robaron la infancia, y no hay crimen más silencioso que el de una sociedad que aprendió a vivir sin asombro ni compasión. Las infancias robadas son nuestras heridas abiertas. Mientras sigamos permitiendo que sangren en silencio, México seguirá perdiendo lo más valioso que tiene: el futuro de sus niños.
Fuentes:
https://www.eda.admin.ch/deza/es/home/partenariados-mandatos/organismos-multilaterales/organismos-onu/unicef.html#:~:text=El%20Fondo%20de%20las%20Naciones,situaciones%20de%20conflicto%20o%20emergencia.

