Reseña:
Laveaga, G. (2024). Hacia el pantano. Editorial Alfaguara.
Como un presagio frente a la burda, cínica e ignominiosa realidad que hoy mantiene en zozobra el futuro del sistema judicial, Gerardo Laveaga, con exquisito talento literario, arrastra su pluma a través de una crónica sobre la justicia y el derecho en el país, que a la vista pudiera parecer de política ficción.
Cifras, dichos textuales, testimonios y relatos de delitos atroces —propios de algún pasaje de la vida cotidiana de nuestro México surrealista— se plasman con agudeza dramática y nos recuerdan cómo la realpolitik es capaz de superar cualquier intento de ficción narrativa.
La novela de 270 páginas te arrastra a través de una prosa que, a ratos, abusa de los lugares comunes en su lenguaje; al tiempo que caes en cuenta de que estás leyendo una radiografía compilada de notas periodísticas, declaraciones del día a día y situaciones tras puerta de la vida política que no vemos, pero intuimos.
Siguiendo un estilo de narrativa coral, similar a las puestas en escena de largometrajes como los de Alejandro González Iñárritu, nuestro autor desarrolla diálogos internos sobre dilemas éticos y morales en el actuar de sus personajes. Las decisiones ponen de manifiesto una alineación o desvío de sus principios individuales, que de manera superlativa priorizan los preceptos jurídicos aprendidos en los centros universitarios.
Tres historias aparentemente inconexas se desarrollan de manera alternada y secuencial en 23 capítulos. De acuerdo con el enfoque que cada lector desee imprimirle a la novela, encontrará el atractivo de cada relato en mayor o menor medida.
En orden de aparición, conocemos la historia del joven abogado Rodrigo Téllez: ingenuo, soñador e idealista por decisión, burgués por prelación; narrada desde la voz testigo de Daniela Amuchategui, su alumna y posterior colaboradora, sin que ella sea el centro de atención, sino Rusalka: con su belleza exuberante y audaz destreza mental.
Daniela —La historia de ellos era también la mía. La escribí porque necesitaba explicar muchas cosas sobre ellos, pero ante todo, sobre mí misma.
El relato aborda el vaivén entre las disyuntivas morales y éticas de los personajes, el acontecer político del país y la vida personal de Rusalka: su libertinaje y sus metas claramente definidas.
Rusalka —Estoy leyendo un libro sobre el poliamor. Afirma que los lazos afectivos no necesitan de la exclusividad (…) Yo merezco abundancia. Ayúdame a que lo entienda.
Managing partner —¿Se imagina usted qué sería de la profesión si todos tuviéramos sus escrúpulos, Rodrigo? El derecho es plastilina que se amolda a la interpretación más favorable de quien paga. A los abogados se nos paga para respaldar sus intereses, no para someterlos a escrutinio ético. La ética no es nuestro negocio. Quien decidirá si el cliente tiene razón o no es el juez; no nosotros.
Daniela —La disolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que había aprobado el Congreso en un malabarismo sin precedentes tomó por sorpresa a todos los abogados de México. La oposición la acusó de no entender lo que significaba el Estado constitucional de derecho ni la división de poderes.
Daniela —El socio director de Warren & Lorca nos convocó para sermonearnos. Ante el cambio solo había una opción: apechugar. Jaime Athié estaba fuera de sí: ¿Hasta cuándo vamos a ser unos acomodaticios?
En un segundo momento, aparece en escena el poco lacónico Doctor Arturo Pereda. Cansado del tedio y ostracismo autoinfligido como consecuencia de la bien lograda jubilación dentro de las máximas estructuras del Poder Judicial de la Federación. A lo largo de 8 capítulos, en voz de un narrador en tercera persona omnisciente, nos guía por los vericuetos del poder y los diálogos que sostiene Pereda con las élites políticas del país —un cuarto oscuro e impenetrable para el 99% de la población—, ello a partir de la encrucijada que lo lleva a asumir la titularidad de la Fiscalía General de la República.
Se referían a él como arquetipo de probidad. Pero cuando se jubiló lo hizo como uno de los cientos de magistrados del país. No había ido más allá de revisar sentencias de los jueces.
Hoy, a sus 64 años, todas las puertas se abrían (…) Pero el jurista había pecado de ingenuo. La política es otra cosa. Bienvenido a la política, se dijo Pereda.
“Mi gestión sería más fácil si no hubiera jueces”, había dicho la presidenta cuando don Cecilio se lo informó. Los medios de comunicación denunciaron que el juez era un instrumento del poder político (…) Los abogados y los jueces están más preocupados por sus inagotables procedimientos que por la paz pública. Esto permite que los culpables queden sin castigo y que los inocentes terminen pagándola.
Entre su manoseado discurso y la realidad se desdoblaban acantilados y arrecifes insalvables; pero qué bien le sentaba el mundo de las ideas. Ahí no había lugar para presiones, intereses y ruindades. Era lo suyo: el deber ser.
Pereda quería ser valorado, recordado, sí, pero sus valores lo anclaban a normas y principios, a una visión del mundo incompatible con el pragmatismo. Entonces debía renunciar. Su vida se había regido por la honestidad y la congruencia (…) Cuando los dioses quieren burlarse de nosotros nos conceden lo que les pedimos. Así es la vida política.
La política está llena de artimañas. Uno nunca sabía quién era amigo o quién enemigo. Quien podía favorecerlo hoy, podía perjudicarlo mañana… y viceversa (…) En las ligas en las que ahora él jugaba, la política era aún más sutil. Ahí se atravesaba un campo minado, donde afectar intereses se castigaba con ostracismo, cárcel y muerte: “Desierto, encierro o entierro” se resumía en el argot del siglo XXI. Y él estaba metido en aquel juego hasta el cuello.
La tercera historia, desde mi particular gusto, un tanto estereotipada, retrata la vida del joven profesor M., normalista de formación, revolucionario por convicción; intrépido, desafiante, resuelto y temerario; bien parecido, de piel canela y mirada profunda.
En 7 capítulos zigzaguea su relato en primera persona: entre las oportunidades y circunstancias que la vida le va brindando, muchas de ellas, y a temprana juventud, por fuera de los márgenes legales. Con sucesos que permiten recordarnos, por un lado, la sistemática disparidad social y el abuso de clases; por otro, los altos índices de impunidad que existen en México y el laberíntico serpenteo de la procuración de justicia.
M —Conseguí que me inscribiera en la principal escuela normal rural del estado. Ahí enseñaban algo de matemáticas, geografía y literatura. Pero sobre todo, historia. La historia de la justicia (…) Me gradué como el mejor de mi generación. Salí con la determinación de cambiar el mundo.
M —Lo que más me preocupaba era de qué vivir. Si no cambiaba el mundo y no cambiaba México, al menos tenía que cambiar mi destino (…) Las leyes y los derechos humanos se habían inventado para proteger a los ricos y poderosos.
M —Me había defendido. Descubrir que no sentía nada llamó mi atención: ni pena, ni miedo, ni alegría.
M —Me pediste que hablara de mí, pero ahora voy a hablar de ti. Nos gustamos de inmediato. Me hiciste una confesión. Que yo era el único hombre con el que habías experimentado un orgasmo (…) Lloraste. No lo acostumbrabas porque, al igual que yo, tenías tus emociones atrofiadas.
M —Así, tu vida fue complicada desde el principio. Como la mía… Era un resentimiento que compartíamos. Me contaste que ninguna de las personas que conocías era más bonita o más inteligente que tú. ¿Por qué entonces ellas tenían derecho a la felicidad y tú no? (…) Conocías mi filiación marxista. Mis ideas sobre la revolución. Mi odio hacia los ricos.
M —Matar a alguien así era complicado. Claro que no objetaste. Todos los días matan gente en México. Nadie se entera de quién lo hace. Trejo representaba lo más gacho de la sociedad. El legislador en manos de los capitalistas. Hacía y deshacía leyes para mantener al pueblo sojuzgado.
Con una pluma mordaz, Gerardo Laveaga nos lleva “Hacia el pantano”, sumergiéndonos entre los contrastes socioculturales, la ambición por el estatus, el derecho a merced de la política, el estoicismo ideológico, los ideales fracturados, los principios desgarrados, los sinsabores del amor, los excesos del poder, el arte de la manipulación, los suculentos laberintos de la justicia, las mieles de la pasión que ciegan a la razón y el nihilismo del poder.
Resalta en las tres historias la necesidad de los protagonistas por existir: de ser a partir del prójimo. Entre las ignominiosas relaciones interpersonales que, con sutileza, se desarrollan en la novela, vemos de frente momentos de nepotismo, corrupción, opacidad, tráfico de influencias, enriquecimiento ilícito, trata de personas, extorsión, asesinato, la ley de la cárcel, discrecionalidad, rencor, difamación, adversidades, moralidad selectiva, resentimiento y todo aquello que pudiera parecer que no existe, pero en todos los casos, la realidad se adelanta con precedentes.
Laveaga, con una amplia trayectoria en la docencia jurídica y una carrera administrativa rebosante en los Poderes Ejecutivo y Judicial, se convierte en una voz autorizada para plantear las tres historias sin segmentar a los personajes necesariamente entre buenos y malos. Sino que, a partir del perfil psicológico de cada sujeto narrado y de la historia de vida de cada lector, permite ir esclareciendo y juzgando, cómo cada cual hace frente a sus propios y variados intereses, legítimos o no, éticos o no, morales o no, legales o no.
Así nos encontramos en el relato a la madre y padre de Rodrigo, la hermana de Daniela, la presidenta de México Yuritzi Sabanero, al secretario de justicia don Cecilio Barbachano, al senador Trejo, al burócrata Dionisio Orozco, a la ministra presidenta de la Suprema Corte la doctora IQ, al ministro Juan Federico Arriola, al exgobernador encarcelado Isidro Jiménez, a los litigantes Efraín Hinojosa, Francisco Arroyo y Jaime Athié, entre otros personajes de nuestra variopinta cotidianidad.
Juzgue usted mismo el retrato del México político, jurídico y social que con un diagnóstico certero se expone en esta obra. Para rematar, bien podría sembrarse como prefacio la atinada leyenda: “Los sucesos y personajes retratados en esta novela son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, o con hechos reales, es pura coincidencia”.