Bertha Gisela Gaytán: Aunque no necesariamente recuerden su nombre, estoy seguro de que sí recuerdan con indignación —no con conmoción, porque desafortunadamente hemos perdido el sentimiento de asombro— el día que siguieron la noticia de su asesinato durante su primer día de campaña en Celaya, Guanajuato, municipio por el cual contendía como candidata a la alcaldía en el pasado proceso electoral.
Ella fue una de las 889 víctimas de violencia política documentadas entre septiembre de 2023 y el día de las elecciones, de acuerdo con el “Reporte de Violencia Política” publicado por Integralia Consultores. Durante esos meses, fuimos desafortunados testigos de cómo México enfrentó el mayor número de casos de violencia política en la historia moderna del país, con un saldo letal de 39 asesinatos de aspirantes o candidatos —aunque alguien más tenga otros datos—.
En comparación con las elecciones de 2021, se dio un incremento del 197.3% en los casos reportados; lo que revela un profundo deterioro en el sistema democrático y una creciente penetración del crimen organizado en la política mexicana. Es una realidad que algunas regiones del territorio nacional se han convertido en un auténtico campo de batalla, donde lo que impera no es la elección de los mejores perfiles que decidan sobre la cosa pública, sino aquellos que respalden intereses diversos y dudosos, que en términos generales garanticen el control territorial sobre áreas específicas.
De acuerdo con datos del mismo estudio, se sabe que el 75% de los ataques contra candidaturas se concentró en el ámbito municipal. Esto evidencia la necesidad de los grupos criminales por manejar las economías locales y consolidar redes de impunidad que les garanticen la continuidad de sus actividades ilícitas, siendo Guerrero, Michoacán y Chiapas las entidades más afectadas, reflejando una crisis de gobernabilidad que amenaza con extenderse a otras entidades.
Ejemplos de candidatos finados sobran: Dagoberto García, candidato por Maravatío; Ricardo Taja, en Acapulco; Jaime González, de Acatzingo; Alfredo Lezama, de Cuautla; y Tomás Morales, de Chilapa. Cada uno de ellos con su historia, con anhelos, con motivaciones variadas que los llevaron a participar en política, y acaecidos bajo múltiples circunstancias y versiones. Cada uno de ellos decidió militar en un partido sin que ello implicara mayor o menor riesgo; pero sí con mucho valor para levantar la mano y querer representar a los suyos.
Los criminales, por su parte, enviaron en sus balas un mensaje claro, contundente y horroroso: con efectos devastadores más allá del hilo que recorrió la sangre vertida. La impunidad, el peor enemigo, como apropiación de la acción que les invita a expandir sin reserva su control sobre otras regiones. El incremento del miedo, su aliado. Pocos querrán padecer este creciente riesgo político, económico y social que deja paralizadas a comunidades enteras, devastadas las economías y sin causas en las organizaciones.
El informe de Integralia documenta cómo la violencia no solo decide elecciones; también dicta las reglas de la vida cotidiana en amplias zonas del país, donde el crimen organizado establece los precios de productos básicos, controla quién puede producir y comercializar, y ejerce un poder que va más allá de lo económico, afectando todos los aspectos de la vida social.
Estamos a días de testificar un cambio de administración, difícilmente de régimen, pero con un ligero halo de esperanza que lleve a las autoridades a redefinir la estrategia de lucha contra la inseguridad y el crimen organizado. La próxima presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, enfrenta un desafío monumental. Hoy, el beneficio de la duda la asiste: ¡Al tiempo, presidenta!
Hoy, el 30% de los municipios tienen algún tipo de injerencia por parte de grupos criminales. Es imperativo retomar el control territorial que incluya la neutralización de los generadores de violencia, el desmantelamiento de las estructuras operativas de estos grupos, y con ello dar paso a la reconstrucción armonizada del tejido social.
Como parte de la solución, sugiere el estudio promovido por Luis Carlos Ugalde, es crucial que se reforme el marco político-electoral para permitir la anulación de elecciones en las que se compruebe la intervención del crimen organizado. Medida fundamental para restaurar la confianza en el sistema democrático y garantizar que los procesos electorales reflejen verdaderamente la voluntad del pueblo y no los intereses de los delincuentes. La gran pregunta será hacia dónde pretende la próxima presidenta y su régimen que se encamine el “estado de derecho”.
La situación es crítica, la violencia política no es un problema aislado. Hoy se adereza por la embriaguez mayoritaria del partido gobernante: la sobrerrepresentación desmedida, la desaparición de órganos autónomos, la mal lograda reforma judicial. La cruda democrática aún no se vislumbra, pero a todos nos retumbará en las cabezas y nos dejará aturdidos. Las réplicas predicen un mal más profundo que amenaza con desmoronar los cimientos de la democracia en México.
Nuestro país necesita líderes, pero antes que voces predominantes, requiere de voces disonantes y organizadas que no cesen en dejar el control a la inercia de la inseguridad. A México le urgen autoridades y ciudadanos dispuestos a enfrentar el desafío con seriedad, determinación, amor por nuestra tierra y amor por los nuestros.
Al final: ¡No debemos ser nosotros quienes pongamos a los muertos!