El indicador de violencia política en estas elecciones para la Presidencia de la República y otros cargos se ha teñido de rojo. Apenas este domingo ocurrió el asesinato número 116 de la jornada electoral 2018, una de las más violentas en la historia reciente de México.
La violencia de este proceso electoral recuerda la que se vivió en 1988, en que cientos de perredistas fueron asesinados (casi 700, antes y después de los elecciones presidenciales), entre ellos los colaboradores cercanos del entonces candidato a la presidencia por el Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas, que conocían a fondo el entramado del sistema electoral.
Manuel Clouthier, Maquío (padre de la actual coordinadora nacional de la campaña de Andrés Manuel López Obrador, Tatiana Clouthier), moriría un año después de las elecciones, en 1989, en un supuesto accidente automovilístico.
Maquío encarnaba entonces la resistencia civil con diversas acciones en el país para denunciar el fraude electoral de Carlos Salinas de Gortari, luego de que “se cayó el sistema de cómputo” y los partidos de oposición descubrieron “un banco de datos ya con resultados, apenas dos horas después de concluida oficialmente la jornada electoral” de 1988.
Pensamos que el magnicidio de Luis Donaldo Colosio, en 1994, sería la última pesadilla, pero lamentablemente la violencia persiste y se ha incrementado aún más, con la variable en esta ocasión de que el crimen organizado participa en forma deliberada para tratar de inclinar la balanza a favor de alguno de sus candidatos o eliminar a quien no le es grato.
Apenas el lunes pasado, la consultora privada Etellekt reportaba el asesinato de 113 candidatos y precandidatos a cargos populares, políticos y familiares de casi todos los partidos: 45 de la coalición PRI-PVEM-NA; 38 de PAN-PRD-MC; 18 de Morena-PT-PES, y 13 más de otros institutos políticos.
Informó también de un total de 413 agresiones físicas, amenazas, intimidaciones, secuestros y heridos con armas de fuego, asaltos con violencia y otros actos violentos registrados de septiembre de 2017 -cuando inició el proceso electoral- al 12 de junio pasado. Del total de homicidios, 15 eran de candidatos y candidatas registradas a puestos de elección y 28 precandidatos; el resto correspondía a alcaldes, ex alcaldes, regidores, militantes y otros.
Transcurrieron no más de tres días después del informe de Etellekt, cuando se dio a conocer el asesinato del candidato de la coalición “Por Michoacán al Frente”, Alejandro Chávez, atacado por un comando, el jueves reciente.
El viernes de nueva cuenta el país se tiñó de sangre con el asesinato de Luis Antonio Terrazas Valente, coordinador electoral en Acapulco, Guerrero, por el PRI. Este domingo -al cierre de esta columna- le siguió la víctima 116 en Guanajuato, donde fue asesinado el aspirante a regidor suplente del ayuntamiento de León de la coalición Juntos Haremos Historia, Jesús Nolasco Acosta, por el presunto robo de una motocicleta.
A estos homicidios se suma la denuncia por amenazas y violencia de género que este fin de semana dio a conocer la directora del Instituto de la Mujer en el municipio de Tala, Jalisco, María Gabriel Rodríguez, retenida por un grupo de 15 hombres armados que durante media hora la acusaron de “estorbar” por negarse a apoyar la campaña del candidato del PRI a presidente municipal, Antonio Porfirio Casillas.
La violencia política de género denunciada por Rodríguez llegó más lejos cuando el actual alcalde de Tala, Aarón Buenrostro, le clausuró las oficinas del instituto, reubicó a los empleados y le retuvieron los pagos sin notificación alguna a la funcionaria.
Resulta preocupante que en uno los procesos electorales más importantes de la historia del país, en que se disputan 3 mil 400 cargos (Presidente, gobernadores, diputados y senadores federales y locales, ayuntamientos, alcaldías y concejales) en 30 de 32 entidades de la República mexicana, el Estado mexicano no sea capaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos, circunstancia que genera incertidumbre y puede ser factor para inhibir la participación en el proceso electoral.
Precisamente este fin de semana, el secretario de gobierno de la Ciudad de México, Guillermo Orozco Loreto, advertía sobre el riesgo de que no se instalen casillas en “zonas que podrían representar un riesgo” en las delegaciones Álvaro Obregón, Cuajimalpa, Gustavo A. Madero, Iztapalapa y Venustiano Carranza. Aunque aseguró que se toman “cartas en el asunto”, la situación es sin duda preocupante y un reflejo de lo que podría suceder en las áreas rurales del país, en donde existen menos probabilidad de garantizar la vigilancia del proceso electoral.
Habría que recordar lo que ocurrió este 2017 en las elecciones del Estado de México, cuando el PRI arrasó en las zonas rurales y logró así el triunfo sobre Delfina Gómez, candidata de Morena.
En algunas regiones donde la violencia es cosa de todos los días, como ocurre en Guerrero -estado que ocupa el primer lugar en asesinatos de candidatos y políticos a puestos de elección-, los comisarios de 10 pueblos de la Sierra Madre del Sur ya tomaron la decisión de conformar sus policías comunitarias para garantizar la seguridad de los habitantes de cara a los comicios.
Lo recomendable sería que las instituciones del Estado y electorales hicieran su trabajo y garantizaran el clima de tranquilidad que tanto requiere el país para celebrar las elecciones, pero con los comicios en puerta, sin duda la mejor opción para evitar cualquier intento de fraude y violencia electoral es el voto masivo de los ciudadanos.
Los elecciones a la presidencia de la República del 2000 demostraron que la participación masiva de los ciudadanos es el mejor antídoto contra el fraude y la violencia que amenaza el tránsito hacia una real democracia. Por ello, si realmente deseamos un cambio en paz, es necesario que se acuda en forma copiosa a las casillas electorales y que por ningún motivo se venda el voto ciudadano. Es importante recordar que es secreto y, aunque haya amenazas, nadie sabe cómo votarás.