A menos que las dirigencias y cuadros militantes de las tres “grandes fuerzas políticas”, ahora en franca desgracia y no tan robustas, sufran del llamado “Síndrome de Estocolmo”, los resultados obtenidos en las elecciones del pasado 1 de julio sugieren cortar cadenas y un cambio hasta en el modo de andar, si es que pretenden continuar y tener cierta presencia y fuerza en la vida pública.
El infortunio político en estos casos no es fortuito: dirigentes y militantes de esos institutos se desviaron completamente de sus postulados y se fueron llenando de “ideas” que gradualmente los apartaron de la realidad, amén de sus documentos básicos.
Sobre todo, el divorcio con sus militantes evidenció el secuestro por parte de personajes que vieron en el ejercicio público una oportunidad no de contribuir a la democracia y al fortalecimiento de las instituciones, sino de deformar la esencia de la primera y de demoler las segundas para dejarlas a merced de doctrinas fundamentalistas, especialmente en materia económica, como es el neoliberalismo.
Personajes destacados del PRI, por ejemplo, advirtieron siempre sobre lo nocivo de los drogadictos ideológicos (Jesús Reyes Heroles, dixit), pero en los últimos 40 años ese instituto, que había venido procurando el “sí y el no” (el famoso péndulo entre capitalismo de estado y casi sin éste) fue raptado por representantes de un evangelio que supo vender milagros sin que éstos se produjeran, mientras los priistas, con esa sumisión que confunden con disciplina, sólo alcanzaron a inclinar la cerviz.
Los políticos fueron sustituidos entonces por tecnócratas que bajo el disfraz de “democracia liberal”, promovieron y facilitaron toda clase de tropelías bajo absurdos como “autoregulación” (manos invisibles saqueando y especulando a sus anchas), “meritocracia” (en realidad, esfuerzo sustituido por capitalismo de compadres, negocios entre amigos) y la monopolización del aparato productivo (todo en nombre de la diversidad y la competencia, en beneficio de la sociedad -ajá-).
En otras palabras, la tecnocracia priista hizo “justicia social” al revés y llevó con parte de lo anterior a la situación actual del país, fomentando la dádiva, la despensa, tarjetas todopoderosas y demás como una suerte de “compensación social” frente a la tosca concentración de la riqueza, destino insorteable del progreso y la modernidad, según voces canónigas.
El priismo olvidó lo esencial: en política no caben dogmas ni catedrales, sino “ideas” que, atendiendo a la dinámica misma de la democracia, son modificables, como las leyes mismas.
En este caso no se requeriría de una simple transfusión, sino de un exorcismo desdogmatizador.
En relación con el PAN, Héctor H. Álvarez resumió el epitafio incontestable de “una larga marcha” de lucha cívica, incluso antes de que se produjera: lo derrotó la victoria.
Su viva democracia interna, esa que despertaba adhesiones y simpatías debido al debate intenso, a veces muy apasionado; esa que contenía la compleja y a la vez simple técnica de elegir libremente a sus dirigentes y candidatos y que abanderaba causas en vez de abrazar metas, fue asesinada a golpes de autoritarismo, del enquistamiento de grupos y de la ausencia de dirigentes para administrar las ambiciones.
Lo sucedido para las elecciones presidenciales es ejemplo vivo de su antidemocracia: dos dirigentes nacionales ya en otra trinchera (Germán Martínez y Manuel Espino, en Morena) y dos ex presidentes de la República fuera del partido, uno apoyando al PRI por cierto (Vicente Fox), y otro (Felipe Calderón) reclamando lo que justamente no permitió en su momento: una vida democrática.
Como los ex líderes panistas, hoy hay centenares de figuras albiazules en la oposición (Morena o el PRI), que en muchos casos siempre fueron relegadas, menospreciadas, aunque de otras no se puede decir lo mismo.
Igual que el PRI, el PAN fue penetrado por tecnócratas que, en su característico alejamiento de la realidad, aseguraron que una familia puede vivir con 6 mil pesos mensuales, algo que ni los panistas más pro-empresariales se atrevieron a afirmar.
Tarea doblemente difícil esa de reconciliarse entre ellos y con la sociedad, más ahora que al calor de los resultados, sobre los despojos del cadáver rapiñan los que llevaron al PAN a su actual situación
En torno del PRD y de acuerdo con el saldo de la elección, es el instituto que saca la peor parte. La llamada inicialmente “Confederación de fuerzas encontradas”, según Carlos Monsiváis, quedó reducida a “tribus” pragmáticas dedicadas sólo a olfatear los espacios de poder público, luego de algunas pinceladas de esplendor.
Desbandada tras desbandada, no perdió el registro por esas bondades de la democracia nacional, pero su situación lo coloca más bien al borde de la desaparición, vía desbandadas, conocida la “flexibilidad” de la postura de sus cuadros.
Imposible atribuirle “ideas” de izquierda (y es lo mismo para Morena) porque en nuestro país eso no existe (la frase de Adolfo López Mateos de que “mi gobierno es, dentro de la Constitución, de extrema izquierda”, fue eso, nada más). En el PRD tendrán que definir, primero, qué son y qué representan en el espectro nacional, luego reconciliarse y, quizás, después seguir.
Ninguno de los tres partidos está muerto (sería un error anticipar funerales de nadie), pero el golpe ha sido tan brutal, de “efectos paralizantes” como se dice en el boxeo, que lo menos es poner en práctica el sano ejercicio de autocrítica y reorientar horizontes, además de conjurar diablos enajenados.