Una imagen que se ha vuelto cada vez más “familiar” es que el celular –móvil, o como sea que le llamemos– forme parte esencial no únicamente de nuestros accesorios sino de nuestras vidas. Difícilmente salimos sin llevarlo con nosotros, lo mantenemos siempre a la vista –incluso cuando comemos. Le hemos buscado cierto tipo de complementos, como baterías adicionales, para garantizar una o más cargas extras y evitar así estar desconectados.
En la oficina, los escritorios se han vuelto cada vez más minimalistas. El aparato telefónico de antaño se ha convertido en el ícono de nuestra nostalgia. Las conversaciones familiares (chats) son la expresión contemporánea de la sobremesa, son el espacio de encuentros generacionales, tanto con los ex compañeros del colegio, como con los del bachillerato o la universidad.
El celular –o el móvil– nos permite enviar mensajes, correos electrónicos, hacer transferencias bancarias, comprar todo tipo de cosas, escuchar música, ver alguna película, revisar noticias, leer o escribir algún texto, tomar fotos, revisar el estado del tiempo, ver la hora, programar la alarma, llevar una agenda, revisar redes sociales, enviar algún mensaje. ¡Incluso, nos permite hablar por teléfono!
La desagradable costumbre de utilizar el celular en una conversación cara a cara, ha dado pie al llamado “phubbing”, definido como “el acto de desairar a alguien en un entorno social al mirar en su teléfono en lugar de prestar atención”. Tenemos cierto tipo de “nomofobia”, es decir, cierto miedo de salir de casa sin celular. Recién despertamos, abrimos los ojos y lo primero que hacemos es mirar el celular, antes de dormir, ya con la luz apagada, miramos nuestro celular.
Para evitar escuchar conversaciones que estén fuera de la agenda laboral, empieza a ser común que en las oficinas se haya dispuesto de una pequeña caja, con divisiones más pequeñas, en las que se les pide a los asistentes depositar sus dispositivos móviles, con el fin de que se puedan concentrar en el tema que se abordará.
Escribo mientras se me vienen a la mente una serie de escenas comunes entre padres e hijos, parejas o amigos que se dan cita en un restaurante, en un café, en un bar, sin que dejen de estar conectados. Y si bien en ocasiones son detonantes de discusiones o reclamos, no existe mayor riesgo. O sí. En todo caso implica tomar decisiones o acuerdos.
¿Hace cuánto que no disfrutas un concierto sin caer en la tentación de grabar, tomar una fotografía o transmitir en vivo? ¿Somos conscientes de que si utilizamos el celular en el cine distraemos y molestamos con la luz a las personas que están cerca de nosotros?
Aunado a estas escenas hay otra que también se ha vuelto común, ir hablando, escribiendo o revisando el celular mientras se camina o se conduce. Y eso sí es un verdadero riesgo. De hecho, el primer dispositivo de seguridad es prestar atención. Hoy distraerse al caminar o al conducir es una de las principales causas de accidentes. Cruzamos las calles sin poner atención, bajamos inconscientemente la velocidad olvidándonos de donde estamos.
Por supuesto que no es mi intención decir si algo está bien o está mal, es decisión de cada uno actuar en función de lo que dicte su consciencia y necesidad ¿Yo?
Bueno, yo procuro que el teléfono celular sea una herramienta de comunicación, no la que rompa la comunicación con mis semejantes; hago mis mejores esfuerzos por usarlo de manera responsable, intento disfrutar de la palabra hablada cara a cara y, sobre todo, regocijarme con una carcajada en tiempo real. Intento todos los días y a toda hora, no siempre lo logro, pero no por ello dejo de intentar que la vida no sea aquello que pasa mientras estoy conectada.