Algunos textos hasta ahora no refutados aseguran que el “secreto bancario”, ese que dicen llegó al final en Suiza la semana pasada, se creó a partir de la leyenda bien conocida: los inversionistas (por no hablar de evasores de impuestos) escogieron a la nación helvética para huir del “autoritarismo”. No faltó el tono lacrimoso, con sesgo humanitario, en la fábula del capitalismo financiero: la Ley de 1935 en la citada nación helvética se creó para ayudar a los “judíos perseguidos” y defender sus ahorros.
Muy bien por estas leyendas, que siguen circulando, pero la realidad es que Suiza se convirtió en un “paraíso fiscal” cuando en Francia se impuso un impuesto sobre la renta de hasta el 75 por ciento para combatir los efectos de la Gran Recesión tras el “crac de 1929” en Wall Street, en los Estados Unidos.
Curiosamente, cuando la propaganda neoliberal se solaza de haber fulminado a casi todos esos regímenes autoritarios, expropiadores y demás, es que la nación del legendario tenista Roger Federer, ha vivido en las últimas tres décadas una segunda “era dorada” como la que, se afirma, tuvo en la década de los años 50, 60 y 70, con una atracción de ávidos evasores de impuestos.
Pero el último truco del ilusionismo fue difundir en esta semana “el fin del secreto bancario en Suiza” que, según los dicientes y en uso de la jerga del boxeo, pondrá contra las cuerdas a cerca del 25 por ciento del patrimonio extranjero transferido en las cuentas bancarias de unas 250 instituciones de ese país, con sede en Berna y Ginebra, principalmente.
Según datos del 2015, el país helvético ha sido líder en la gestión de las fortunas de extranjeros, con una suma de unos 10 billones de dólares; esta reducida línea, traducida al habla común, quiere decir que está a la cabeza en la atracción de sumas extraordinarias de recursos no para innovar y fabricar relojes Rolex de corte popular o clonar vacas a discreción para ayudar a la expansión de su industria lechera, sino para evitarle a los propietarios de esas fortunas el respectivo pago de impuestos en sus naciones. (A esto se le llama, sin más, “paraíso fiscal”).
Más con una sonrisa turbia que con pesar, se anunció, pues, el final de un sistema de más de 80 años que ha permitido a Suiza acaparar el 25 por ciento del patrimonio extranjero en las arcas de algunos de sus más de 250 bancos.
Porque enseguida, aparecieron las letras chiquitas del engañoso funeral: “de todas maneras, el intercambio de datos permanecerá confidencial y podrá utilizarse solamente con fines fiscales”.
Desde hace algunos años y ante el declive de su dogma, los entusiastas de la ciencia ficción económica, conocida como neoliberalismo, han protagonizado toda suerte de piruetas para intentar lavarse la cara y presentarse como el último y único reducto humanista, democrático y liberal que en verdad se empeña por promover el progreso.
Como ya se ha anotado en otras ocasiones, por ejemplo, a diez años del timo financiero con las hipotecas Subprime en los Estados Unidos, no se ha hecho nada por controlar la “exuberancia irracional” de los llamados “espíritus animales” de las finanzas, esas bestias de etiqueta que encabezan foros para combatir la desigualdad al tiempo que la propician, igual que esos que innovan con los viejos métodos del fraude mediante derivados, instrumentos “tóxicos”, etc., etc..
Se ha llegado al extremo de que, para efectos de confirmación de actos de fe, la especulación y el fraude son envueltos en el ropaje de una necesidad social, dolorosa, sí, pero inevitable, para que todos los menesterosos y otros desfavorecidos pongan pie, algún día, en la cima del desarrollo pleno y de la felicidad.
Ahora, la presunta muerte del secreto bancario suizo es, de lejos y de cerca, una pantomima que, una vez leídas las letras chiquitas del “sepelio de la secrecía", no ataca el problema de fondo: la evasión de impuestos ni el control de la especulación financiera mediante el establecimiento de impuestos a las transacciones financieras.
Más porque, de acuerdo con las investigaciones del economista francés Gabriel Zucman (“La Riqueza Escondida de las Naciones”), los bancos suizos son su propia competencia mediante sus filiales en otros “paraísos fiscales” establecidos en distintos continentes.
“En realidad, la competencia de los nuevos paraísos fiscales es tan solo una fachada. La oposición entre Suiza y las nuevas plazas de Asia y el Caribe no tiene mucho sentido. Gran parte de los bancos domiciliados en Singapur o en las Islas Caimán no son sino filiales de entidades helvéticas implantadas allí para capturar nuevos clientes”, dice.
Y remata: “Las cuentas se trasladan de Zurich a Hong Kong mediante un sencillo traspaso contable… Incluso los banqueros privados “históricos”, un puñado de entidades centenarias y discretas cuyos asociados son responsables de su propia fortuna, tienen filiales en Nassau o Singapur”.
Lo dicho: el capitalismo salvaje, la peor versión del supuesto libre mercado, no podría serlo sin sus paraísos ni su ficción.