Podemos estar de acuerdo o no con el juicio del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO, en lo sucesivo) sobre los resultados conseguidos en diversos rubros en los últimos seis sexenios. Con independencia incluso de los estilos que caracterizaron a cada ex mandatario, lo cierto es que las cosas se han torcido de tal manera, que diversos sectores –sociales y empresariales– han manifestado su preocupación por el futuro inmediato.
¿Hacia dónde el cambio? Es muy temprano para decirlo en virtud de una serie de señales encontradas que no permiten hablar de que las políticas aplicadas durante los últimos 36 años van a modificarse sustancialmente, ni que muchos de los principales protagonistas de las mismas, ya desde el ámbito público o el privado, van a desaparecer sin más.
Ello porque hay muchos que militaron en las filas de un modelo económico al que ya le cantan las golondrinas y que actualmente figuran en la primera fila de la “Cuarta Transformación”. Es complicado creer en conversiones, pero con todo y que esto se da ya en cada proceso electoral, habrá que conceder el beneficio de la duda con muchas reservas.
Porque el problema del cambio está entre las clases dirigentes. Esto a pesar de que, guste o no, sobre todo a la oposición actual, es que las elecciones de julio pasado evidenciaron el hartazgo por la falta de resultados concretos en materia económica, de seguridad, de salud, educación y otros. Los responsables se extraviaron o no atinaron en muchas cosas.
Por ejemplo, se canceló el futuro de varias generaciones, condenándolas si no al desempleo, sí al subempleo más ignominioso, con percepciones que no les permiten siquiera atender sus necesidades básicas, y ya no digamos para la adquisición de una vivienda o de un automóvil de alcances más que modestos.
Los llamados “millenials” son el resumen de una era que prometió todo y terminó con resultados igual de pobres, o más, que los millones de pobres que pueblan el país.
El problema ahora es ver si, en efecto, esos millones de desfavorecidos serán parte integral no del discurso, sino de políticas que, más allá de asistencialismos, logren impulsarlos hacia mejores estadios de bienestar, colocándolos en sectores productivos y no en las enormes filas a la espera de dádivas.
Para ello se requiere que los inversionistas realmente inviertan y no especulen nada más, que los fondos se vayan a la creación de empleos y no a la economía de casino que se ha entronizado en las últimas décadas. Y para ello se requiere enfrentar a ese sector antes que mantener el estado de cosas actual, con normas fiscales que impidan paraísos fiscales internos.
Lo mismo es en el caso de los actos de corrupción, ciertos o no, que han capturado la atención en los últimos años. Decir que no hubo nada sin siquiera investigar es tanto como favorecer el problema. Lo mejor es aclarar las cosas, siempre con base en la ley y no por cálculos políticos.
Los nuevos gobernantes ya están fallando en un cáncer que ha evitado el desarrollo, por eso, es correcto entrar sin ánimos de cacerías pero no lo es dejar como si nada hubiera pasado, al tiempo que se denuncia.
Estas y otras señales, como la sustitución, que no cancelación, de megaproyectos como el NAIM, generan más incertidumbres que certezas, por eso es válido preguntar: cambio ¿hacía donde?, sobre todo porque el modelo estatista ya dejó desgracias, igual que al que presuntamente le están diciendo “adiós”. ¿Seremos testigos y beneficiarios de alguna innovación?
Ojalá así sea, porque las cosas cada vez se han venido descomponiendo más, económica, política y socialmente, con una espiral de violencia y pobreza creciente.