Ð ¿Y ustedes, Ezequiel, ustedes estaban de acuerdo con la apertura de la mina?
Ð Al principio sí, porque no teníamos trabajo y el turismo había bajado mucho. Ahora que los turistas han regresado, pensamos que es mejor esto que la mina, por eso tratamos de atenderles bien a ustedes, para que vuelvan.
Ezequiel, es un joven oriundo de Real de Catorce (San Luis Potosí, México), y para él eso es motivo de gran orgullo:
Ð Sí, yo soy de aquí mero, de Real de Catorce. Aquí nací, aquí he crecido y aquí me quiero quedar.
Hace unos días Ezequiel nos acompañó hasta la cima del Cerro del Quemado. Él –al igual que su padre– se dedica a la cría de caballos, mismos que entrenan para subir las escarpadas montañas de la Sierra de Catorce. Ezequiel, con su voz tranquila y pausada, nos dio ánimos para emprender el recorrido cuando recién rompía el amanecer, nos mostró lleno de orgullo la belleza del altiplano potosino y la inmensidad de su sierra que se pierde en el horizonte. Él fue nuestro guía cuando llegamos a la cima, y nos mostró la forma en que se ingresa a los círculos energéticos donde estaba aún encendida la llama de la ceremonia huichol que la noche anterior se había celebrado. Ezequiel compartió con nosotros la esencia de uno de los centros ceremoniales más importantes de los pueblos originarios de México.
El lugar es de una belleza única, abrumadora, mística… simplemente indescriptible. La vista se pierde en el horizonte, entre un cerro y otro, entre biznagas, quiotes y flores de palma. Las nubes se desdibujan en medio del silencio que, inevitablemente, te conecta con la naturaleza, con el universo y con lo divino; sobre todo con lo divino, es esa parte la que te estruja el pecho y te hace un nudo en la garganta. Dicen que es el lugar donde nace el Sol, el lugar donde se escucha al desierto para encontrarse a uno mismo…
Nuestros compañeros de viaje fueron El Vitorino, El Tejano, La Jana y El Chivo, cuatro rocinantes que nos guiaron por sendas escarpadas, abriéndose paso por entre las piedras. –No se preocupen, ellos conocen el camino, sólo tienen que tomar las riendas con firmeza –nos advirtió Ezequiel. Los cuatro caballos trotaban con total seguridad ese camino desértico y apeñuscado, podría decir que casi con los ojos cerrados y un poco juguetones entre ellos.
Para mí significó afrontar uno de mis más grandes miedos, cuando era pequeña me pateó un caballo y, desde entonces, siempre les he tenido más que respeto. Ezequiel me pidió confiar en Jana. –Si usted está nerviosa, ella lo percibe –¡Claro!, pensé para mis adentros, el problema es cómo lograrlo. Mientras subíamos la sierra a caballo Ezequiel nos dijo que Jana era toda una estrella de cine; ella, junto con El Chivo, han participado en varias películas. Tuvimos suerte, porque sólo se puede subir al “Quemado” entre noviembre y febrero.
Para los Huicholes, Tatewarí, su dios (el Sol) nace justo ahí, en el cerro del Quemado, su presencia se siente, se percibe, no sé cómo explicarlo, pero es así, y su impronta se advierte entre las piedras. Hasta este cerro llegan caminando durante 45 días desde Nayarit, Jalisco y Durango, para ofrendar y purificarse. Vienen dos veces al año, una para pedir y la otra para agradecer.
Pedir y agradecer forma parte de un binomio indisoluble, se pide lluvia a Dios para que la tierra –Pachamama–, como dadora de vida, pueda generar alimento y ello garantice la salud de su pueblo. Quizá por ello, agradecer forma parte esencial de la cosmogonía wixárika, porque cuando se agradece, el sentir se ancla al presente y sólo así se construye el futuro.
El pueblo huichol tiene una suerte de “exclusividad cultural” sobre el consumo del peyote, para ellos es considerado su guía espiritual, es un rito ancestral que les acompaña en el peregrinar hacia la cima de El Quemado. Se debe ir dispuesto a confesarse y purificarse.
El viaje debe partir desde el corazón. No hay otra manera de llegar ahí, ya sea en peregrinación o por viajera curiosidad. Si estás ahí, tu forma de concebir el mundo cambia, y tú también cambias; los caballos lo saben, y descienden con tranquilidad la sierra, para depositarte de regreso en el pueblo, sabiendo que tú, él que regresas, ya no eres el mismo.