No lejos se podía encontrar el puesto de cambaya o manta, o el de Don Teófilo Casasola de las telas finas como raso, “harméss y flat”. Frente a él, una señora ya de edad y de apariencia tranquila, traía a vender mercancías que remataba el Monte de Piedad de la ciudad de México como: mantillas españolas, cortes de casimir fino, relojes, bolsas, lámparas, etc.; sus clientes eran gente acomodada, se instalan hasta donde hace poco se podía ver la cantina “El Faro”, cuyo dueño en esa época era Don Constantino Piña, quien también fungió como administrador del mercado.
En la que sigue siendo la calle de Rayón, paralela a Juárez, se extendían los puestos de verdura de primera y de fruta de la mejor calidad, también los vendedores de nopales y uno que otro comerciante de artículos de lata, así como las tenazas para mover las brasas de los fogones, las regaderas, los embudos, los anafres o braseros, las charolas para freír los tacos y pambazos en las fiestas de barrio o los candeleros para colocar las parafinas, con las que se alumbraban en aquel tiempo la mayoría de las casas.
En Lerdo además de uno que otro puesto de sarapes, rebozos y ceñidores, se instalaron los que vendían cordones de lana de colores para las trenzas, los peines de hueso, entre ellos “el piojero”, las escobetas para el cabello, las gargantillas de papelillo, complemento de la vestimenta de algunas indígenas. También en esta calle se encontraba el puesto de algo difícil de hacer; la funda del colchón, ya que los colchones se hacían en casa de pura lana y sus fundas eran de una tela que se llamaba cotín.
Igualmente en Lerdo, pero en las escalinatas y la plataforma del edificio principal del mercado, se instalan las personas que vendían en mesa la cecina, la longaniza, el queso de puerco, el chicharrón, todo eso traído de los pueblos especializados en estas mercancías. También en esta área se encontraban las mujeres que en sus chiquigüites vendían patos cocidos, acociles, ranas y la pata de res cocida. En la plataforma, la nada discreta venta de pulque; las castañas, las bateas llenas del sabroso curado de tuna, que más de un cliente saboreó.
Sobre General Prim, paralela a Lerdo, había algunos puestos de fruta y verdura, pero en especial estaban los tendidos de semillas, la venta de tequezquite y de la imprescindible cal para preparar el nixtamal de las tortillas. Arriba en la plataforma, las xochimilqueras, llamadas así porque venían de Xochimilco con sus grandes cargas de quelites, cilantro, betabeles o romeros en días de vigilia. Junto a ellas se vendían flores del rumbo de la retama, la rosa de castilla, los pensamientos, jazmines, alcatraces y amapolas, cuya venta y siembra no estaban prohibidas.
Los ambulantes eran realmente un grupo que daba fuerza y vida al mercado. Algunos venían de Villa Victoria, y en sus canastas ofrecían queso, crema en jarritos de barro tapados con una hoja de maíz, el tamal de mantequilla; también iban de aquí para allá, las mujeres colchas tejidas con gancho, que extendían a cada paso para mostrar su labor. Las que ofrecían canastas y cestos de palma de colores que hacían en Sta. Ana. Las gorditas de haba. Los que vendían zacate, aventadores, escobas de popote o de palma y los vendedores de títeres, changuitos y pelotitas de aserrín.
Un comercio muy solicitado por las personas que venían, sobre todo de los pueblos, era el de las yerberas. Estaban dentro del mercado, a la entrada. Vendían los ojos del venado, las cataplasmas, las tiras de ajos, hierbas para el baño de las parturientas y todo un surtido para cualquier enfermedad o mal de ojo. Los únicos que podían hacerles competencia eran los merolicos, que, con sus raros medicamentos en el suelo, con voz fuerte y facilidad de palabra, explicaban a los de atrás de la raya todo lo que expedían y los males que curaban, desde un dolor de muelas hasta un incurable reumatismo. Ya por la tarde, después de haber sudado la gota gorda y ya casi sin voz, se retiraron con gran satisfacción y con algunos pesos en la bolsa.
Los adivinos, con turbante en la cabeza y una silla para sentar a su palero, llegaban para adivinar el porqué de los males del cuerpo, así como el prevenir; también sacaban de dudas al que pedía le dijeran quien le había robado su vaca. Para seguir adivinando pasaban a hacer una colecta y no les iba tan mal, además de lo que daba el que pedía la consulta especial. Sin faltar el de la jaula con los pajaritos que, con su pico, sacaban el papelito con la predicción de la suerte y de los amores.
Los pregones y los gritos llenaban el ambiente al paso de toda persona: “marchante, marchantita, que me compra a cinco centavos el montón, acérquese, le hecho su pilón”. Algunos aplaudían para que quienes pasaban vieran su mercancía. ¡Había uno que otro que no se puede olvidar, como la güera que vendía el jabón y que todo el día sin descanso gritaba “! ¡A peso!, ¡A peso!, ¡A peso!”. Otro que no se olvida era Teófilo Casasola, quien lanzaba al que pasara por su puerta la tela de flat o de satín, al mismo tiempo que gritaba; “Aquí están sus hilachos, lléveselos”, así por el estilo, había comerciantes que por sus especiales aptitudes y actitudes llamaban la atención.
El trueque: Así se llamaba al cambio de mercancía entre comerciantes, tomando en cuenta el valor del equivalente de lo que se da y lo que se recibe. No había precios fijos ni oficiales, como los actualmente marcados y nunca respetados. Se acostumbraba al regateo. Entre las medidas usadas estaba el montón. Como su nombre lo dice, una medida muy irregular, tanto en el precio como en la cantidad, pero parece que todos se ponían de acuerdo y el montón era igual en un puesto que en otro. Lo mismo pasaba con el manojo. Las semillas casi siempre se vendían en cuartillos, a veces en litro, el mismo que servía para medir líquidos, cuando no se ocupaba el jarro. Había otras medidas como la carga, la arroba, la vara, la báscula y el metro que no todos tenían. No faltaban quienes, olvidándose del precio por medida, le entraban al regateo. El que vendía daba precio y el que compraba ponía otro hasta llegar a uno diferente y conveniente para ambos.
Las monedas que circulaban en ese tiempo eran las de cobre de 1 y 2 centavos, las de níquel de 5 y 10 centavos, la de plata había de 10 y 20 centavos, el “tostón” de 50 centavos y el peso fuerte que era moneda firme y apreciada.
“Día de plaza”, los viernes, numerosos grupos de turistas extranjeros, en su mayoría norteamericanos, venían a comprar artesanías. Eran guiados por muchachos que, al dedicarse a esto, pronto aprendieron el idioma inglés. Fue cuando empezó a circular el dólar, ya que a la mayoría de los comerciantes les gustaba recibirlo. Los turistas compraban principalmente sarapes, sombreros de palma, polveras de madera, candiles de hoja de lata, canastas de colores y un sinfín de la vistosa y bella artesanía mexicana. Algo que también conseguían los turistas, eran imágenes del ambiente lleno de folclore. Retrataban a campesinos y a las mujeres que, con el rebozo, cubrían parte de su rostro y de su pícara risa. Con el tiempo dejarse retratar se convirtió en un negocio: aceptando solo que hubiera propina. La fama del tianguis con tanto visitante, trascendió de tal manera, que llegaron a visitarlo grandes actores del cine internacional como Johnny Weismuller y Edward G. Robinson entre otros, al grado de que se corrió la voz para acercarse a conocer a tan famosos personajes. Algunos campesinos venían de las partes más cercanas a la ciudad, traían su mercancía y llegaban en burros. Sus vestimentas eran sencillas; ropa de manta o cambaya. El hombre, sombrero de palma; los surianos, con sombrero de tlapehuala; la mujer enaguas y blusas de color, delantales bordados con figuras de vivos colores y el imprescindible rebozo. Los de algunas zonas acostumbraban a usar el chincuete de lana; en la cintura, el ceñidor o faja y el quexquemetl. Hombres y mujeres con huaraches, y algunos todavía descalzos.
Entre las costumbres de “día de plaza”, una muy popular era que las amas de casa, de todas las clases sociales, dedicaban la mañana para hacer sus compras, con lo que se surtían toda la semana, y era de verse como las señoras, llevando ellas mismas su canasta o haciéndose acompañar por alguna doméstica, llegaban por la calle de Juárez a buscar afuera de las tiendas “El Cairo” del señor Cueva o el “Crédito” del señor Ciro Estrada, a algún cargador que ya con su refino esperaba a su eventual patrona; lleno el canasto de un buen surtido, el cargador, al lado de la doméstica, lo llevaba sobre sus espaldas a casa de la señora, mientras esta se quedaba para hacer las compras de la ropa u otro artículo, casi siempre se encontraban con algunos conocidos, pero era muy breve su plática ya que los cargadores al caminar gritaban: “ahí va el golpe! ¡Hágase a un lado!”.
Otra de las costumbres de ese día, por consecuencia lógica era que en todas las casas se comía el popular “taco de plaza” ya que se había comprado y llevado en la canasta todo lo necesario para su elaboración. Pero como siempre ha ocurrido en Toluca, tan pronto como se instala algo, le siguen los demás y así, se hicieron famosos los “tacos de Lupita” en el centro del zócalo, ella tenía dispuestos en bateas y cazuelas, todos los ingredientes para el taco de plaza, desde; pata, nopales, acociles, queso blanco, pescados blancos de Lerma, sardinas, charales, jitomate, cebolla, chiles serranos, chiles curados manzanos, chicharrón, barbacoa, papaloquelite, guajes y algunos ingredientes más al gusto del comprador y consumidor.
Por la tarde, cansados del trajín, familias de campesinos se sentaban cómodamente en el suelo para comer su taco, convidándose de tortilla a tortilla, la sal y los quelites, sin que les faltara una catrina o jícara de pulque, o bien su “chivo” que era un tarro de a litro, que pasaba de mano en mano. A esa hora, desde las pulquerías situadas en esas calles y con nombres como: “Los 7 compadres”, “El infierno”, “La Reina Xóchitl” y, “El Colorado” entre otras, se dejaba oír música viva de corneta y tambores, con notas alegres de alguna marcha o paso doble, dando al ambiente un toque de fiesta y gozo para todos los presentes. También empezaban a dejarse ver el personal doméstico de las casas particulares que, en grupos de dos o tres, iban en busca de paisanos para saludarlos.
Cerca, al norte estaba la cantina “La Pasadita” de Doña Severiana Ramírez, y, más arriba la cantina “El Reflejo” que dio nombre al lugar y que estaba sobre la calle Matlazincas, que empezaba por lo que era la Plaza España y que dicen los que saben, ahí vivían los fundadores de la ciudad y es por ello tantas vecindades.
Tras ese día de trabajo y tarde de regocijo, por los pulques y los chumiates, de regreso a sus lugares de origen por el lado del río Verdiguel, en ese entonces al descubierto muchos se paraban allí a hacer sus necesidades y había una especie de barranca que era peligrosa en temporada de lluvias, por ahí caían muchos, resultaban golpeados y por lo general, perdían sus sombreros y sus cobijas, y eso género tan célebre frase de “Toluca no mata, nomás taranta, quita cobija y avienta a la barranca”, que se convertía en una justificación, para no decir que iban borrachos, tanto ellas como ellos, cuando eran cuestionados por sus familiares.
El tiempo ha pasado y con él, mucho de lo que aquí se escribe ha desaparecido.
En el aspecto social y regresando a los grandes bailes de la década70´s nos referimos en esta ocasión a la coronación de distinguida señorita Malena Moreno Ortiz (hoy exitosa pintora) como soberana del Club de Leones de Toluca y, teniendo como princesas a otras estimadas y bellas señoritas de la sociedad toluqueña ellas son: Roció Hurtado Tomas y Pitina Nava Barbosa; Malena hija del estimado Ingeniero Guillermo Moreno Díaz, el famoso Memo Beto (qepd) y Martha Ortiz de Moreno (qepd); dicho evento se llevó a cabo en el majestuoso salón Clarish (centro social de las décadas 60´s y 70´s) hoy Salón de la fama del Deportivo Toluca sito en Felipe Villanueva esquina con avenida Morelos.
Este magno evento social fue precedido por el gobernador del Estado profesor Carlos Hank González y su distinguida esposa Doña Guadalupe Rhon de Hank acompañados de más de 600 personalidades de la sociedad toluqueña, amenizando el gran baile la gran orquesta de Raúl Gonzalo Curiel y el gran grupo 2 más 3 y, sirviendo la suculenta cena la extraordinaria casa banquera Mayita Orvañanos de Robles Gil.
Entre los asistentes (algunos ya fallecidos) se encontraban: C.P. Ricardo Blanco secretario privado del señor gobernador, Don Arturo Martínez Legorreta (recién fallecido) y su esposa Pilar, José Antonio Muñoz Samayoa y su esposa Tenchita, Agustín Gasca Aguilar y su esposa Maquiz, Alfonso Gómez de Orosco y su esposa Amalia, Carlos Zarza y su esposa Linda, Enrique Torres Torrija y su esposa Etelvina, Genaro Barrera Graff y su esposa Meche, Gustavo Barrera Graff y su esposa Lucia, Felipe Chávez Becerril y su esposa Mila, Jaime Pons y su esposa la Chata Pons, Fidelio García Rendón su esposa María, Guillermo Moreno Díaz y su esposa Martha, Mario Nava Beltrán y su esposa Lupita, Arturo Hurtado y su esposa Perla, Gustavo Estrada y su esposa Sarita, Antonio Yurrieta y su esposa Blanquita, Fernando Corona y su esposa Chedes, Antonio Estévez y su esposa Carmelita, Vicente Camacho y familia, Emilio Caire y su esposa Cristy, Mario Rojas y su esposa Chelo, José Luis Rojas y su esposa Mago, Eduardo Zenil y su esposa Victoria, Mike Amador y su esposa Renne, Joaquín Iglesias y su esposa Chuiquis, David Álvarez y su esposa Meche, Antero González y su esposa Lucia, Eduardo Monroy y su esposa Lulú, Juan de Dios Ozuna Pérez y su esposa Pilar, Samuel Pérez y su esposa Aida, Mario C Olivera y su esposa Celia, Guillermo Ortiz Garduño y su esposa Lupita, Santiago Velasco y su esposa Adelita, Enrique Arias y su esposa María Elena, Valentín Aguilar y su esposa Alma, Gustavo Tapia y su esposa Catalina, José Acra y su esposa Rosita, Filiberto Hernández y su esposa Luz Alva, Licenciado Alemán y su esposa Linda Hobs, Guillermo Rodríguez y su esposa Tencha, Jesús Barrera Legorreta y su esposa Sonia y, Maricela Hank Rhon entre otras personalidades.