Decía J. Benavente: “Si la pasión, si la locura no pasaran alguna vez por las almas ¿Qué valdría la vida?”. Cuando alguien hace algo con pasión deja una impronta difícil de olvidar, más aún, cuando la admiración, el amor, el deseo y la alegría son componentes importantes de esa pasión, pues conecta el cerebro con el corazón. Abre los sentidos, y también el espíritu. Detona, en suma, la capacidad de asombro.
Hace quince años me percaté por primera vez de esa sensación, al pararme frente a un grupo, y sentir cómo se alteraba cada una de mis fibras emocionales. Tenía claro que debía encontrar mi propia voz, mi propio registro, y aunque en un primer momento me venía bien acercarme a mis arquetipos, decidí arriesgarme y dejarme sentir. Cada uno a su manera me imprimió esa pasión por lo que hacía; cada uno a su manera me transmitió el deseo de ser y de aprender.
Me formé con la imagen de la docencia asociada a una gran vocación de servicio. Aprendí que los docentes representaban nuestra fuente inmediata de información. Para iniciar nuestro periplo al mundo del saber, a los profesores les eran suficientes un pizarrón, un gis y un libro. Todo en conjunto amalgamaba los cimientos de su autoridad.
El cine y la televisión asociaron ternura, disciplina, confianza, paciencia y sabiduría, con las virtudes de la labor docente. La imagen proyectada, reforzaba la visión social que se tenía del profesor y animaba a muchos jóvenes a optar por esa profesión como proyecto de vida.
¿Qué ha sucedido? ¿El docente ha perdido su vocación de servicio? ¿Por qué la figura del profesor ha dejado de ser valorada socialmente? ¿En qué fallaron? ¿En qué fallamos? No hay respuestas sencillas, quizá debamos empezar por tratar de comprender los signos bajo los que actualmente transita la sociedad.
La vida de las nuevas generaciones está inmersa en el mundo de las tecnologías. Generacionalmente hay una brecha digital, que –entre otras cosas– ha modificado las relaciones interpersonales, familiares y educativas.
Actualmente el docente ya no representa la fuente de información inmediata y primordial. El docente ya no posee de manera exclusiva el conocimiento. Hoy en día, los alumnos tienen acceso a mucha más información de la que pueden consumir, adquieren dispositivos móviles que no siempre posee o maneja el profesor, eso le da cierto tipo de conocimientos que conlleva –de manera inconsciente– a modificar la relación de autoridad en el aula. De hecho, también frente a sus padres y frente a los adultos en general.
Los cambios en la familia también han repercutido en la relación profesor–alumno. La mayoría de las madres se han incorporado al mundo laboral, desdibujando paulatinamente el papel tradicional de la mujer; ya no es ella, la responsable exclusiva de la formación de los hijos, aunque tampoco los papás han asumido esa responsabilidad. Se ha incrementado el porcentaje de mujeres que están al frente de una familia y que deben cubrir horarios laborales exhaustivos.
Las abuelas, las vecinas, alguna compañera de trabajo, acuden ocasionalmente a los llamados que les hacen a los padres en la escuela; algunos tratan de dar seguimiento a sus hijos vía telefónica, dejan registrado su correo electrónico en la escuela para recibir alguna queja o notificación de los avances de sus hijos, se integran a grupos de whatsapp de padres de familia que no siempre leen y en los que generalmente participan.
Esta es la realidad, no hay manera de volver a los papeles tradicionales. La mujer, la familia, la escuela, la sociedad, todos hemos cambiado. Tenemos la opción de seguir responsabilizándonos unos a otros, o asumir el reto de reconocer nuestras circunstancias y apostar por construir juntos: padres, profesores e instituciones, nuevos modelos de autoridad; construir nuevos códigos de relacionarnos entre hombres y mujeres, tanto en la casa, la escuela y la comunidad; apostar por construir con base en nuevos valores, la confianza entre padres, maestros y alumnos, que lleve implícito el respeto a la diversidad y la pluralidad que existe en nuestra sociedad actualmente.
Desde el aula, la apuesta según Robert L. Fried, debe ser por lograr la conexión entre la pasión por enseñar y la calidad del aprendizaje. Se vuelve entonces imperativo que emerjan nuevamente las pasiones que detonen la curiosidad y el placer por descubrir, por aprender, por sentir. La pasión, entonces, debe afirmarse como condición de la vocación docente.