Hoy hablaremos de una parte de nuestra historia de Toluca, donde el tiempo nos da un sabor a nostalgia; escribiremos sobre los lavaderos públicos de Toluca llamados Carmen Romero Rubio de Díaz.
Corría el periodo del porfiriato donde nuestro México tuvo un gran auge en todo sentido, dando un gran impulso a una serie de mejoras materiales, y otras que no lo eran tanto, debido a que el propio Porfirio Díaz, las fomento como parte del proceso que, para lograr el pretendido mejoramiento material del país, el mismo planteo junto con las inversiones extranjeras y la venta de tierras baldías. En el Estado de México se va a secundar enormemente ese plan, al menos en lo concerniente a mejoras materiales, durante la administración del general José Vicente Villada (1889-1904) como gobernador del Estado, cuya atención fue centrada primordialmente en la construcción de escuelas; aunque también contamos con mejoras de otro tipo como lo son la edificación de lavaderos públicos en Temascaltepec y Toluca.
Los lavaderos de Toluca se iniciaron a construir en el año de 1890 en dos casas que compró el gobierno estatal a particulares en la antigua Plaza de Alba (hoy Plaza Zaragoza) en el callejón del Vidriero lo que actualmente es una esquina de la escuela Tierra y Libertad. Su construcción duró tres años, durante los cuales se invirtió la cantidad de $9,627.18 pesos por parte del gobierno, además de numerosas aportaciones hechas por burgueses a iniciativa propia.
El edificio que constaba de cuarenta losas colocadas alrededor de un estanque cubierto que, ubicado en medio del patio, era surtido por la Cervecería Toluca-México que se encontraba enfrente y por la cañería pública; contando también con un salón pequeño para escuela de niñas, otro salón grande para escuela de niños, una vivienda para la administración del local, un taller de planchaduría, excusados, baños de presión y posteriormente se inauguró un taller de costura.
Este establecimiento recibió el nombre de “Carmen Romero Rubio de Díaz”, esposa de don José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, con el objetivo de dar servicio de lavado y planchado, así como también prestar los baños, a las clases más marginadas de la sociedad toluqueña, quienes por falta de drenaje o de capital para instalarlo carecían de tal servicio.
Para ingresar, las mujeres no debían pagar ninguna cuota y solamente era requisito para la inscripción el presentar papel de abono de persona conocida, en el que se asiente que la solicitante es de buena moralidad y conducta, como lo establecía el reglamento que se elaboró para mantener el orden dentro del edificio.
Este reglamento era de marcada disciplina militar y constaba de veintisiete artículos, más uno transitorio, divididos en cuatro capítulos, a saber, administración, inscripciones, servicio interior y penas. Establecía que el local estaría a cargo de una administradora y un inspector que dependían y nombrados exclusivamente por el gobierno del estado, recayendo este último en el licenciado Teodoro Zúñiga, al momento de su inauguración.
El inspector era el enlace legal con el gobierno y estaba obligado a visitar por lo menos una vez al día el establecimiento y recibir los informes que la administradora le comunicará, de lo cual, lo que creyera grave o importante daría aviso al gobierno; otra cosa de sus tareas era nombrar o remover a un portero y a un mozo, quienes estaban bajo sus inmediatas órdenes, el primero de los cuales no debía faltar nunca el servicio.
Por su parte la administradora estaba encargada de todo lo económico del establecimiento, y librará las disposiciones que estimara oportunas al buen orden y uso del mismo, además de ser la superiora inmediata que ejercerá autoridad a los empleados subalternos y será igualmente obedecida de las personas que usen lavaderos y oficinas relativas a estos.
Las personas que después de ser aceptadas por su buena moralidad y conducta, eran inscritas por la administradora en un libro que existía con ese propósito, podían acudir de seis a doce y media de la tarde y de catorce horas hasta dónde se acabara la luz natural, excepto los domingos y días festivos en que permanecería cerrado por la tarde, pero no podían hacerlo diariamente porque no darían oportunidad de hacer uso del servicio a las más que se pudiera, ni tampoco podían acomodarse en el lavadero o mesa de planchado de su gusto, sino que, como se establecía, al presentarse la lavandera inscrita, pedirá a la administradora le conceda trabajo, y esta le entregará una ficha que llevará el número de lavadero que debe ocupar, o del departamento de plancha en que debe trabajar; tal ficha debe ser reintegrada a su retiro para que se le diera una boleta de salida que presentara al portero.
No era permitido que las mujeres que concurrían a realizar sus faenas hablaran, y cuando lo hicieran debían emplear en su dialecto la mayor moralidad, puesto que si alteraban estas reglas eran expulsadas del establecimiento; reglas que, consideramos eran muy estrictas, ya que, por un lado, se prohibía algo que por naturaleza humana no podía evitarse, esto es, el hablar, manteniendo a las personas incomunicadas y, si los lavaderos eran en cierta forma un lugar de reunión en el que las mujeres se daban cita para trabajar así como para convivir, pues tenían que hablar y, por otro, si el objetivo proporcionar a las clases bajas un servicio del que carecían, al mismo tiempo se les estaba negando su ingreso, de acuerdo al reglamento, pues estas clases son las que no poseen instrucción ni cultura y normalmente en su léxico cotidiano emplean un lenguaje que aquí es considerado como inmoral y además les está prohibido usarlo.
Al final de sus labores las mujeres tenían que dejar perfectamente limpio el lavadero que ocupo, o el lugar y muebles de que se usó en el departamento de plancha, porque de lo contrario no volvería a ser admitida.
De entre las mismas asistentes serán nombradas una presidenta y una vicepresidenta que tendrán como funciones el vigilar el orden estricto de las lavanderas, y darán cuenta de los abusos que noten, así como de vigilar la prohibición de lavar ropa que pudiera causar contagio, ya que, si una mujer causaba por este motivo algún daño, era consignada a la jefatura de policía, también sufriendo esta misma sanción la que provocará escándalo, riñas o falta a sus superiores.
El gobierno para asegurarse que los lavaderos funcionaran de acuerdo a lo que se había prevenido y que estas medidas fueran cumplidas, tenía constantemente a las puertas del establecimiento un gendarme a las órdenes de la administradora y del inspector para la conservación del orden.
A pesar de que se establecía que para el ingreso de cada una de las mujeres solo se necesitaba la carta de buena conducta y moralidad, no se admitían en el establecimiento personas enfermas, lesionadas o sucias y contagiosas, así es que para poder acudir a este sitio debían de ser personas completamente sanas, y es bien sabido que la salud de la clase a la que estaban destinados estos lavaderos y mesas de planchado, es constantemente precaria por no tener los medios, primero, para proporcionarse una alimentación que les nutra y les permita formarse defensas orgánicas y, después, para acudir al doctor y procurarse en cuidarse de las enfermedades y mucho menos contaban con prestaciones sociales por parte del estado.
Por lo anterior expuesto: se prohíbe el acceso a las mismas personas que se quería servir y atender, quienes podemos decir que, casi siempre están enfermas por su misma situación socioeconómica, por lo tanto, también su ropa es susceptible de causar contagio, y por si fuera poco que al estar enfermas se les consigna a la jefatura por lavar ropa insalubre; entonces nos queda la duda de si verdaderamente este establecimiento estaba dirigido al sector más vulnerable como se pretendía hacer creer o fue pensado para otro tipo de gente de condiciones no tan precarias como los militares, por ejemplo en vista de que por lo menos en diez de los veintisiete artículos del reglamento se les denegaba el acceso a estos servicios.
Crédito: Martha Idalia Bringas Colín.