Mesones y fondas de Toluca a finales del siglo XIX y principios del XX

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Mesones y fondas de Toluca a finales del siglo XIX y principios del XX

Lunes, 21 Octubre 2024 00:05 Escrito por 

Hoy hablaremos de un personaje toluqueño, que con sus escritos (textos) son más que una descripción detallada del acontecer de Toluca; producto de un ejercicio diario, acucioso y cauteloso de observación para captar momentos de la vida cotidiana y enlazarlos con la historia y la memoria colectiva. Aquello que transcurre entre las plazas, calles, casas, edificios y con los toluqueños; a ello se le llamó hacer crónica, es por ello que hablaremos de un ensayo del gran cronista municipal de Toluca el maestro Gerardo Novo Valencia.

Antiguas fondas y mesones de Toluca:

Comenzaremos a comentar que por medio de don Luis González Obregón sabemos que el primer mesón que hubo en la ciudad de México fue establecido por Pedro Hernández Paniagua, según consta en el acta de cabildo celebrado el primero de diciembre de 1525. No se sabe con exactitud si este mesón estuvo en la calle de Balvanera o si se ubicaba en lo que después, precisamente por la misma razón, se llamaba calle de Mesones. Con el tiempo, los mesones, posadas y ventas, se fueron multiplicando a lo largo de los caminos y fueron surgiendo en paralelo a la arriería y a las conductas que transportaban el producto de las minas. Estos establecimientos de hospedaje humano y animal se localizaban, unos de otros, a distancias que no eran arbitrarias, sino que obedecían a intervalos acordes a la necesidad de reemplazar o conceder descanso a las bestias, después de una jornada que la propia naturaleza de los animales fijaba.

A finales del siglo XX, los norteamericanos aplicarían esta regla en sus carreteras, construyendo “los motor hotels” o moteles, a tramos de lo que sería una jornada de manejo razonable para el automovilista. Dicho de otra manera, los constructores de moteles aprovecharon una experiencia dada por viejas posadas y las remudas de las recuas, para crear una red de albergues ubicados a distancias estratégicas capaces de ofrecer al viajero un sitio donde dormir o descansar. Este principio para modular la relación espacio-tiempo fue aplicado también en aspectos religiosos. Recordamos que las pequeñas ermitas de la Calzada de los Misterios que conducía a la Villa de Guadalupe, se localizaban a distancias que traducidas al factor tiempo, eran lo que se tardaban caminando los fieles, en rezar un misterio del rosario.

Los mesones mexicanos, según nos cuenta Lucas de Palacio, eran casi siempre bautizados con el nombre del Santo Patrón del lugar o de una devoción del dueño del establecimiento, a diferencia de los mesones europeos del siglo XV y XVI que llevaban nombres muy distintos. Por ejemplo, algunos albergues de Roma se llamaban: El Buey, La Estrella y El Burro. En Inglaterra se les colocaba una rama llamada ale-stake, que hacía las veces de anuncio y que con el tiempo se transformaría en un letrero colgante muy vistoso. Los nombres más populares de estos alojamientos ingleses eran: El Cisne, La Sirena o El Diablo. La mayoría de nuestros mesones en lugar de este anuncio, tenían un nicho, una hornacina o por lo menos un mosaico con la imagen que le daba el nombre.

Isauro M. Garrido en su libro: “La ciudad de Toluca (1883) mencionaba los mesones de San José, de La Merced, Santa Bárbara, Huitzila y de Cruz Blanca. Algunos de estos mesones pararon a ser hoteles, de ahí el origen del nombre de los célebres hoteles: San José, Rosario, Atocha, etc.”

La diferencia entre mesón y hotel, nos la da con gran claridad don Guillermo Prieto en “Memorias de mis tiempos”, cuando nos dice que el hotel: “ofrecía la particularidad de tener colchones, útil, desconocido en mesones y posadas comunes”. Los mesones siempre fueron motivo de queja para aquellos viajeros con mayor grado de exigencia.  Melchor Ocampo refiriéndose a los mesones del Roncal y del Cristo en la ciudad de Puebla, dice: “Son…de mala construcción y peor limpieza”. El siniestro Poinsett narra que los cuartos de los mesones que conoció eran “tristes e incómodos, paredes que una vez fueron blancas, pisos de tierra, una tosca mesa de pino con las patas enterradas en el suelo, una banca del mismo material y factura, fijada de igual modo, a una distancia harto incomoda una de otra, pero inamovibles las dos.

Beltrami, el liberal jacobino italiano, a pesar de que había venido a México porque andaba en búsqueda de países extranjeros aún no pervertidos por la civilización, dice: “Es necesario agregar que los hoteles que aquí se llaman mesones, no son albergues ni casas, imaginaos calabozos donde no entra ni el aire ni la luz, sino por el orificio de la entrada que podemos llamar puerta, si así os parece; las velas solo pueden colocarse en las paredes, no hay camas, sino planchas inmundas cubiertas de insectos”. Bullock, el súbdito británico que viajo por México allá por 1825 pugnando por la apertura de México al comercio extranjero, lo único que encontró por alojarse en Veracruz fue un cuarto inmundo con un agujero, llamado ventana, que daba a un billar y que poseía por todo mobiliario una silla y una cama cubierta de sabanas húmedas y sucias. Finalmente pasó la noche acurrucado en una silla, cubierto con su levita sin poder conciliar el sueño porque los pleitos de los jugadores y las pulgas lo mantuvieron despierto. El propio Guillermo Prieto nos cuenta que un mesón: “Lo componía un corralón extensísimo con el piso de estiércol, burros y cerdos vagando dondequiera, y una serie de cuartos desmantelados y sucios, con un banco de piedra en uno de los rincones, como suposición gratuita de que aquel lugar era de descanso.

De las memorias inéditas del pintoresco coronel chinaco Vicente Villagrán y Bárcena, entresacamos el cándido relato de una visita que hizo en Toluca en 1862, durante las festividades de La Merced, recordando los años en que había estado como militar en activo. Cuando fue pagador del depósito de jefe de Oficiales. Villagrán nos comenta: nos fuimos de viaje “yo, Rosario, la señora y Soledad”. El coronel describe las fondas y mesones y así sabemos cómo era el servicio: “Nos fuimos para La Merced, dimos vuelta por toda la plaza y puestos, vi una fondita de las muchas que había allí, con una señora muy limpia, y le digo a la señora: ¡aquí está bueno para que comamos, vea usted que señora tan limpia, nos metimos, nos sentamos, pedimos de comer y nos van trayendo unos platitos con tantito arroz! Preguntamos de que mole se nos servía, si colorado o verde, tres colorados, y Soledad verde; pero ¡ah moles, incomibles, pues solo el verde, era el que estaba un poco regular! Trajeron o llevaron los frijoles, lo mismo de la patada, pregunté cuánto se debía con el pulque, nueve reales, y llorando la señora, porque nos dijo que cobraban muy caro, por el puesto y el piso”.

Como puede fácilmente advertirse, el sitio que escogió Villagrán más que una fonda era un puestecito al aire libre, propio de la feria, como los que aún hoy en día se instalan el 24 de septiembre de cada año de esta referente fiesta religiosa. Al día siguiente aquellos viajeros van a una auténtica fonda y al parecer les fue mejor: “Nos salimos y nos fuimos para la plaza, anduvimos mirando los portales, principalmente el nuevo, nos metimos  a ver dónde se está construyendo la catedral metropolitana y de allí nos fuimos a desayunar a una fondita que está situada donde se me asistía cuando estuve allí en el año 67, que tiempo después tuvo el nombre de Fonda Mexicana, allí nos desayunamos al estilo de aquí, nos sirvieron muy bien, y real por persona. Con el hospedaje, nuestros visitantes sufrieron verdaderas vicisitudes" “Nos fuimos para el centro, a buscar posada, nos metimos a un mesón a preguntar, si había un cuarto desocupado, nada, nos fuimos para la Plaza del Hotel de hidalgo…” y nada. Sigue buscando mi coronel, y alguien le comenta: Vaya usted, a la plazuela del Tequesquite, hay ahí un mesón con muchos cuartos, a ver si acaso encuentran. Tampoco logran su objetivo. “Nos fuimos enfrente de San Juan de Dios, entramos a otro mesón que había allí, saludamos, y un señor nos dijo que como se había dividido el mesón, no había ya cuartos de alquiler. Finalmente encontraron hospedaje en un sitio que, según lo referido por Villagrán, bien se ganaba el epíteto de “el paraíso de los ratones”.

Los mesones, con el tiempo, desaparecieron en aquellos trayectos que fueron atravesados por el ferrocarril, pero continuaron en los caminos de la arriería y en las poblaciones. Para 1897, en Toluca, habían desaparecido los mesones de Cruz Blanca y Huitzila que cita Garrido y se encontró en la Gaceta de Gobierno otros como los de Antorcha, San Antonio, Guadalupe, de la tenería, de San Juan de Dios y uno más, con el bellísimo y hasta castizo nombre de: Mesón de la Ronda. En la época de la Revolución Mexicana los mesones más reconocidos de Toluca eran: el Antiguo Mesón del Árbol, de Cenobio Izquierdo y el de 5 de mayo, de Marcos Moreno, ambos en esta calle bajo los números 23 6 6, respectivamente, el Mesón de la Cruz, que se localizaba en la 2ª de Allende 37 y cuyo propietario era el licenciado Francisco Calderón y Ríos, quien vivía en Matamoros 1, justamente junto a la cantina El Vaivén.  

En Independencia estaba el mesón de San José, de Agustín Rivas, quien también era uno de los precursores del tránsito público, y en el 76, de la misma calle, se ubicaba el famoso mesón de La Providencia, del que W.E. Carson en su obra: “México the wonderland of the south (1909)” cuenta que: Ayer un cliente hambriento balaceo en la mano a Margarito López, mesero del establecimiento, porque este no acudió prontamente a su llamado”. Por otro rumbo, en Igualdad, hoy Aquiles Serdán número 5 estaba el mesón de Manuel Ramírez que era, precisamente, el antes citado mesón de La Ronda.

De los mesones que después pasaron a la categoría de hoteles recordamos el de Atocha que Garrido consigna como hotel, sin embargo, en varios números de la Gaceta de Gobierno (Tomo IX, 1896-1897) aparece aún como mesón y es hasta 1910 que ya lo encontramos como Hotel Atocha, propiedad de Jorge San Román, ubicado en el jardín Morelos 1, hotel que resulta tan legendario como actual. Otro tipo de clientela era aquella formada por gente que no acudía a los mesones ni tampoco a los hoteles, establecimientos. Viajeros que, por economía, seguridad o por la duración prolongada de sus estancias en la ciudad, preferían hospedajes familiares. Para ellos había casas de huéspedes como la de Pascual Millán en Porfirio Díaz 17 y la de Bernardo Coll, en Libertad 15.

Tal como ahora los restaurantes son complemento de los hoteles, las fondas eran también parte suplementariamente importante de los mesones al grado de que, casi siempre, se encontraban en las cercanías o inmediaciones. Tenemos la impresión de que la mayoría de los establecimientos que Garrido registra como fondas, más bien deben haber sido incipientes restaurantes, lo comentamos por tres razones fundamentalmente: la primera es que se ubicaban en la zona más importante de la ciudad, en el área de los Portales y de la Plaza de los Mártires; la segunda, por los nombres (Restaurante San Carlos, La Petite Concord y otros por el estilo) y la tercera es que el autor nos ofrece un apartado de restaurantes, motivo que quizá le hizo mezclar todos los que encontró bajo el rubro de fondas.

Hablando ya de aquellas fondas contemporáneas de los asomos revolucionarios, nos encontramos que en la calle de Concordia había varias concurridas sobre todo por fuereños. En el número 14 estaba La Estrella, de Remedios Escalera; en el 20, La Cleopatra, de Francisco Muciño: en el 22, La Villa de Guadalupe, de Ángel Alva; y, en el 26, La Amistad, de Clara Figueroa, todas ellas en la acera oriente. Enfrente, muy cerca de lo que fuera el Portal del Risco, estaba la fonda La Concordia, de Alfonso Arochi (jardín Morelos 1, letras E, F y G) y la fonda El Centenario, de Julia Piña de González, que ocupaba los locales A y B del número 3 de la misma calle. En Independencia 69 E y F, muy cerca de los mesones San José y La Providencia, como ya dijimos, estaba la fonda La Poblana, no confundirla con la que después estuvo en La Merced de la familia Villanueva; y en Libertad 5, la fonda El Infiernito, de Manuel Ávila.

Así se culmina este breve paseo por las antiguas fondas y mesones de nuestra ciudad.

Gracias mi muy tocayo por darnos tanta historia toluqueña.

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Gerardo R. Ozuna

Toluca: Rescatando identidad