Hace algunos años descubrí la belleza de la anáfora como recurso literario. En un acto de catarsis y construcción empezamos colectivamente a disparar recuerdos hilados a partir de anáforas, aquello se constituyó en una experiencia viva que aun hoy me sigue cautivando.
La anáfora inicia el texto con una frase que se repite al infinito y que podría ser –o parecer– una fórmula cansina. No es así, esa constricción permite una gran libertad de asociación, y también propicia una recreación infinita que se ilumina de manera precisa, aunque fragmentaria; en donde la propia vida, la del tiempo, la de uno y la de todos se iluminan e iluminan.
Se trata, en suma, de una de las múltiples formas de escribir, aboliendo formas tradicionales de narración: textos poco canónicos que hacen uso de una multiplicidad de recursos, de las series, de los catálogos, de los inventarios, de las clasificaciones no ortodoxas que renuevan y desolemnizan distintas formas breves, como podrían ser los esbozos, los cromos, las parodias, las tajadas, las figuras, los chispazos, los pastiches, las noticias… y así al infinito; como si se hiciera un mosaico con pedacitos de distintos tamaños, colores, texturas y formas.
Desde que la descubrí, no he dejado de recurrir a la anáfora para dejar plasmados retazos de memoria que, una vez sedimentados gracias a la escritura, me permiten volver a vivir episodios tristes, felices, angustiantes, divertidos, deprimentes. Al final del día, cómo afirmara Paul Auster, en La invención de la soledad, la memoria es el espacio en el que una cosa ocurre por segunda vez.
Julia
Me acuerdo de los tres kilómetros que caminaba diariamente para llegar a la primaria, tengo presente el verde del campo, sus veredas, el sonido del búho y el gran portón de madera del Seminario que todos los días veía en mi trayecto. Me acuerdo que era otro México.
Me acuerdo del Seminario de la Hacienda de Santa Cruz de los Patos donde jugábamos todas las tardes. Me acuerdo de los cuentos que contaban los seminaristas y del sonido de las guitarras que tocaban. Los domingos íbamos ahí a misa, a los niños nos ubicaban en el segundo piso de la iglesia. Me acuerdo de la biblioteca y de la huerta, del árbol de tejocote rojo, de los perales, del nogal y del capulín. Me acuerdo de cada sabor.
Rosario
Yo también me acuerdo que, siendo niña, tomé de la biblioteca un grueso libro empastado en piel llamado Poemas y Sonetos. Me acuerdo que, por más que lo leía una y otra vez, no dejaba de preguntarme por qué mi padre decía que Sor Juana Inés era fantástica, si no se entendía nada.
Yo también me acuerdo que todas las tardes iba a clases de inglés con una profesora que había sido monja. Antes de iniciar la clase, nos persignábamos y rezábamos el Padre Nuestro en inglés, yo no lo sabía en español y me daba mucha vergüenza que la gente lo supiera.
Yuritzi
Me acuerdo que cuando era niña, mi abuela paterna decía que por la calzada de árboles más cercana a mi casa pasaban las “ánimas” a las ocho de la noche. Así que no había que salir después de esa hora.
Me acuerdo que cuando teníamos que atravesar la obscuridad de la noche, mis hermanas y yo nos tomábamos de la mano y recorríamos a toda prisa la distancia que hay entre la casa de mi abuela paterna y mi casa. Casi podíamos sentir la presencia de las “ánimas”, las imaginaba caminando en caravana a lo largo de la calzada de cedros y sauces, con su velo negro, tal como nos las había descrito mi abuela. Nos quedaba la boca seca y el corazón acelerado.
Me acuerdo de las tardes en las que jugábamos en las ramas del nogal. Árbol inmenso situado en medio del jardín de la casa de mis abuelos, alimentado por un río subterráneo de las aguas del Xinantécatl. El nogal ha sido un árbol mítico en mi familia, ha visto crecer a cuatro generaciones. Es mítico como el algarrobo sudamericano, como el almendro de Cien años de soledad. Ahí –Julia, milenaria como Úrsula y como El nogal– nos ha dado todo, y nos ha visto crecer.
Las anáforas ayudan a hilvanar una poética que opera sobre el lector en dos sentidos; por un lado, demanda una lectura no ortodoxa, una lectura discontinua y pasible de descontextualización, en la que cualquier saber se pulveriza por la forma que imprime el fragmento y por el humor que siempre erosiona, pero al mismo tiempo la reescritura y la autocita, a veces literal, reenvían al lector al resto de su textualidad y lo incitan no sólo a crear su propias series –un efecto y una tentación común a los textos diseñados como una colección– sino a establecer series entre un libro y otro, a rellenar huecos, a ‘reunir sus sobras’, que no sus obras.
Lo que recordamos nunca serán igual a lo que recuerda el Otro. Cada recuerdo llevará ineludiblemente la impronta de quienes escriben y hayan decidido usar este recurso para dar cuenta de sus vidas, de su tiempo y su espacio.
Gracias por los recuerdos, pero muchas más gracias por las anáforas que los vehículan.