Donald Trump ha demostrado, a lo largo de su presidencia, que no quiere a los migrantes, aunque gobierne un país construido por ellos. Desde su regreso al poder, ha reinstaurado políticas que vulneran profundamente los derechos humanos: detenciones exprés, deportaciones masivas, eliminación del asilo político y negación de la libertad de tránsito en territorio estadounidense.
Pero esta actitud no es nueva. Estados Unidos ha practicado históricamente una doble moral en su política migratoria: por un lado, necesita mano de obra barata; por el otro, castiga a quienes llegan con hambre, esperanza y dignidad.
Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se establecieron campos de internamiento para ciudadanos estadounidenses de origen japonés, mientras que los migrantes de origen alemán o italiano fueron tratados con mucha mayor indulgencia. La discriminación tenía rostro y apellido.
Ser migrante mexicano en Estados Unidos ha significado, durante décadas, cargar con un estereotipo: pobreza, ignorancia, ilegalidad. En la cultura popular —cine, series, discursos políticos— el mexicano suele aparecer como el que acepta trabajos duros, mal pagados y sin derechos: largas jornadas, sin seguro, sin voz. Y, sin embargo, en muchas familias mexicanas, el vecino país del norte sigue siendo la tierra prometida. Aunque duela, aunque canse.
La historia migratoria entre México y Estados Unidos está tejida con necesidad mutua. Desde el auge del ferrocarril en los años 20, los mexicanos han sido convocados como fuerza de trabajo, siempre listos para sembrar, construir, limpiar… Y también para ser desechados cuando ya no conviene.
Muchos paisanos echaron raíces allá. Fundaron familias, abrieron negocios, se llevaron un pedacito de México a Chicago, Los Ángeles, Texas o Illinois. Cruzaron con ellos el guacamole, los bailes, la lengua y la resiliencia. Pero cuando los intereses políticos cambian, el migrante deja de ser bienvenido. Se convierte en enemigo. En culpable.
Hoy, las imágenes son devastadoras: migrantes capturados en escuelas, supermercados, en plena jornada laboral. El ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) irrumpe donde sea, sin freno ni compasión. Y, aunque hay ciudadanos estadounidenses que salen a defenderlos, que gritan que esto es injusto, la maquinaria del odio sigue en marcha.
Trump no solo ha endurecido la frontera física. Ha reforzado la frontera ideológica. En los disturbios de Los Ángeles, no dudó en desplegar a más de dos mil elementos de la Guardia Nacional. Varios gobernadores lo respaldan: repiten que los mexicanos son criminales, narcotraficantes, responsables de la crisis económica. A diferencia del gobernador de California, Gavin Newsom, quien se atrevió a alzar la voz para defenderlos.
Sus estrategias son empresariales. Crea miedo, señala enemigos y vende soluciones vacías. Así gana votos. Así esconde su ineficiencia para mejorar la vida real de sus ciudadanos.
¿Hay esperanza? ¿Podemos detener esta maquinaria de odio?
Quizá. Pero mientras tanto, seguimos viendo a un nuevo Goliat aplastar a los más débiles. Y si hay algo que nos queda, es no callar. Es seguir nombrando la injusticia. Es seguir creyendo que la dignidad migrante vale más que cualquier muro.