El lenguaje polarizante y denigrante que suelen utilizar en el gobierno federal de la Cuarta Transformación no es un fenómeno colateral ni una simple característica del estilo comunicacional del poder ejecutivo, sino una estrategia deliberada y sistemática con consecuencias profundas para la salud de la democracia en México.
Si bien es cierto que el lenguaje casi nunca es neutro, en los últimos años hemos sido testigos de cómo el lenguaje de odio, intolerancia y polarización ha dejado de ser un recurso marginal para convertirse en una estrategia recurrente entre los actores políticos y sociales en México. Desde las tribunas oficiales y redes sociales se utiliza un lenguaje que deslegitima y ataca sistemáticamente a periodistas, intelectuales y políticos que no coinciden con la visión del gobierno.
La táctica es dividir a la sociedad entre “buenos” y “malos”, pueblo y enemigos, o fieles y traidores; simplifica la realidad. Comunicadores críticos y la denostación de líderes sociales son ejemplos claros de cómo el discurso oficial siembra la idea de que un opositor no es un ciudadano con derechos, sino un enemigo al que hay que vencer y silenciar.
La retórica incendiaria tiene consecuencias reales y tangibles. Cuando se normaliza la descalificación y el hostigamiento del adversario, se corre el peligro de que las palabras se traduzcan en hechos violentos; este fue el caso de figuras como recientemente Charlie Kirk.
Como seres humanos es legítimo disentir y es indispensable criticar, pero debe ser éticamente inaceptable que desde una posición de poder se fomente e incite al enfrentamiento ciudadano. La libertad de expresión, como derecho humano fundamental, debe ser defendida y promovida en una sociedad democrática. El pensamiento crítico y la pluralidad son pilares esenciales para el debate público vigoroso, pero nunca violento.
Para establecer una definición del concepto de odio, consideramos la estrategia y Plan de Acción de la ONU, que define como “cualquier tipo de comunicación que ataca o utiliza un lenguaje peyorativo o discriminatorio contra una persona o grupo, basándose en características de su identidad, las cuales incluyen la opinión política”. En la legislación mexicana se establece que es discriminación promover el odio y la violencia a través de mensajes e imágenes en los medios de comunicación, e incitar al odio, la violencia, rechazo, burla, injuria, persecución o exclusión.
En un nivel más profundo, la agresión contra un periodista de alto perfil, como el caso de Carlos Loret de Mola, se convierte en un proceso disuasorio para todo el gremio; pretende enviar un mensaje claro al resto de la prensa: la crítica al poder será respondida con represalias personales e institucionales. Esto no es un solo pleito político, sino un acto de intimidación sistémica que busca socavar la función de la prensa como contrapeso democrático.
El intento de desafuero de la senadora Lilly Téllez por traición a la patria representa una peligrosa escalada del discurso de odio. La petición de parte de los militantes de Morena y otros actores políticos demuestra que el debate de las ideas ha sido rebasado para estar en el terreno de la persecución moral y legal. Este es síntoma de una profunda polarización y de un desprecio por la pluralidad de opiniones en la esfera pública.
Respecto a los impactos, en primer lugar destaca la erosión de la confianza, porque debilita los contrapesos democráticos y fragmenta la esfera pública, lo que dificulta que la ciudadanía distinga entre crítica legítima y propaganda. En segundo lugar, el riesgo de violencia: la legitimación de la hostilidad e intimidación a periodistas y opositores evidencia el riesgo de que la confrontación verbal escale a violencia física. Y, tercero, la degradación del debate, al obstaculizar la cooperación y el consenso en la toma de decisiones, lo que hace la democracia menos representativa y efectiva.
A la luz de estos ejemplos presentados, podemos sugerir algunas estrategias para mitigar los efectos corrosivos del lenguaje de odio y fortalecer el tejido democrático:
Para la oposición y sociedad civil: mantenerse firmes con sus principios rectores, continuar con la defensa de la fiscalización y rendición de cuentas, adhiriendo estrictamente a la verdad y la transparencia; fomentar el pensamiento crítico como la herramienta más poderosa para desmantelar la retórica de odio.
Para los actores políticos: regresar al decoro y al respeto institucional; la responsabilidad de unir a una nación implica que la palabra debe ser utilizada para el diálogo, la construcción de consensos y la reducción de conflictos, no como un arma para la descalificación y la intimidación.
El futuro de la democracia mexicana depende de nuestra capacidad colectiva para rechazar el lenguaje del odio y regresar al diálogo civilizado. La historia nos enseña que las palabras importan: pueden construir puentes o incendiar sociedades. México está en una encrucijada, y la elección es clara: o recuperamos el respeto por la pluralidad, o permitimos que la polarización destruya lo que generaciones construyeron.