Itzel Díaz González tenía 23 años. Tenía una carrera como cantante que apenas comenzaba, sueños por cumplir, una familia que la esperaba y una vida llena de esperanza.
Era originaria de Ozumba. Fue localizada sin vida dentro de una cisterna en Tepetlixpa, en la región de los Volcanes, Estado de México.
Su nombre se suma tristemente a una lista que este país no debería tener.
Itzel no debió ser noticia. Debió ser una joven caminando hacia su futuro, una hija regresando a casa, una sonrisa más en las calles de su pueblo.
Pero su ausencia vuelve a confrontarnos con esa herida abierta que el país no logra cerrar: la violencia que arrebata vidas de mujeres todos los días, en todos los rincones.
El presunto responsable es José “N”, baterista de grupos versátiles en la región, quien conoció a Itzel en el ambiente musical. Ella era vocalista, trabajaba en eventos para apoyar a su familia y terminar sus estudios de Ingeniería en Logística y Transporte.
Soñaba con tener su propio grupo, con vivir de la música.
La agrupación Mussa MX, de la que José formó parte, lamentó los hechos y aclaró que el señalado ya no pertenecía a sus filas, ni Itzel era integrante del grupo, debido a los ataques en redes sociales que recibieron tras conocerse el caso.
De acuerdo con los primeros reportes, Itzel salió a cenar con el joven el pasado 7 de octubre. Antes de salir, avisó a su madre, Tulia González, y le envió su número de contacto, como medida de precaución.
Nunca volvió.
Horas después, la angustia se convirtió en búsqueda, y la búsqueda en dolor.
En su casa, en Ozumba, entre flores, velas y canciones que solía interpretar, su familia le dio el último adiós. Era una joven talentosa, llena de ilusiones, con la voz y la fuerza de quien apenas comenzaba a construir.
Cada vez que una joven desaparece, el silencio pesa más.
Nos acostumbramos a ver rostros en carteles, a leer nombres que duelen, a sentir miedo y rabia.
Pero Itzel no es una cifra: fue una hija, una amiga, una artista.
Su historia merece justicia, memoria y acción.
Detrás de cada caso hay familias rotas, comunidades que dejan de dormir, madres que buscan y vecinos que se estremecen.
La respuesta institucional suele ser la misma: burocracia, lentitud, indiferencia.
La impunidad también es una forma de violencia. Hablar de Itzel no es repetir una tragedia más; es un acto de resistencia.
Es negarse a normalizar el horror.
Es mirar a nuestras hijas, amigas y compañeras, y entender que ninguna debería tener miedo de volver a casa.
La justicia no puede depender de la presión social, sino de un sistema que funcione con empatía, compromiso y sensibilidad.
La prevención no comienza con discursos, sino con educación, con familias presentes, con comunidades que no callen y con autoridades que realmente actúen.
Itzel Díaz González no está sola.
Su nombre se pronuncia con dolor, pero también con fuerza.
Que su historia no se archive, que su memoria no se apague, y que de su ausencia surja un compromiso real: que ninguna mujer más sea silenciada.
Porque mientras una sola mujer sea víctima de la violencia, la sociedad entera tiene una deuda pendiente con la vida.