Lejos de buscar la mejora o la eficiencia administrativa, las reformas a la Ley de Telecomunicaciones —a las que se ha empezado a llamar “ley espía”— configuran una estrategia deliberada para reescribir las reglas del juego democrático. Con el objetivo primario de neutralizar los contrapesos y eliminar cualquier obstáculo a la voluntad del Ejecutivo, al instrumentar esta ley disfrazada bajo la retórica de la “seguridad” y el “bienestar social”, se permite al gobierno avanzar aún más en el modelo autoritario. La evidencia muestra que, lejos de proteger a los ciudadanos, se busca someterlos a un régimen de vigilancia, silencio e impunidad gubernamental.
Las iniciativas recientemente aprobadas revelan una ofensiva contra la libertad civil y la estabilidad económica. La “ley espía” es un ataque a la privacidad, al centralizar los datos sensibles —incluyendo los biométricos—, legalizando de facto la vigilancia masiva y el rastreo de ciudadanos. Es también un ataque a la libertad de expresión, porque disuelve órganos autónomos y crea agencias subordinadas al Ejecutivo, dotadas de facultades ambiguas para el control y la suspensión de medios de comunicación y de plataformas digitales.
Vale decir que el Partido Acción Nacional ha sido enfático en su postura opositora y ha señalado que se pretende restringir los derechos ciudadanos, además de promover el espionaje y la censura para consolidar el poder del gobierno. El partido ha iniciado una estrategia legal y política de resistencia, incluida la presentación de múltiples amparos colectivos e individuales, como el denominado amparo universal.
Según el INEGI, en 2024 se reportaban 151.8 millones de líneas celulares activas. El nuevo registro de usuarios de telefonía móvil (anteriormente conocido como PANAUT) exige la recopilación de un conjunto de datos sensibles que incluye CURP, biométricos, bancarios, de propiedad y telefónicos de todos los usuarios. La apuesta es centralizar la información personal y ponerla a disposición del Estado, sin garantías jurídicas adecuadas para los dueños de esos datos. El extinto Registro Nacional de Usuarios de Telecomunicaciones (RENAUT), que se basaba en la premisa falsa de que las personas que cometen delitos utilizan celulares registrados a su nombre o al de sus cómplices, fue un fracaso. La propuesta actual replica los errores sin atender la veracidad de los datos o la inutilidad práctica para la seguridad.
El gobierno, al centralizar los datos biométricos, bancarios y de propiedad, crea una base de datos sobre la población civil que facilita la identificación y el seguimiento de opositores, periodistas o activistas; desplaza el riesgo de la actividad criminal organizada al riesgo de abuso sistemático estatal. Una de las disposiciones más invasivas de la nueva legislación es la que permite el rastreo de la ubicación GPS de los ciudadanos en tiempo real, sin reglas claras ni límites, abriendo la puerta a un “espionaje masivo”, sin orden judicial fundada y motivada, lo que constituye una violación a la privacidad.
Por otra parte, la “ley espía” otorgará a la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones, o a una comisión no autónoma, facultades para regular, controlar y suspender medios de comunicación y plataformas digitales. Estas disposiciones violan el artículo 6º constitucional, que protege la libertad de expresión. La comisión que podría integrarse contará con facultades para emitir lineamientos generales sobre contenidos, lo que facilitará el uso discrecional y político de las herramientas de censura bajo la excusa de la regulación. El efecto inmediato es un golpe al periodismo y una limitación a la capacidad de los medios críticos para transmitir contenidos.
La combinación de facultades de censura, la nueva capacidad de vigilancia (“ley espía”) y la identificación de usuarios (con todos los datos mencionados) crea un sistema conocido como “pinza reguladora digital”. El gobierno controlará qué se dice, quién lo dice y dónde está quien lo dice. Esta tríada articula un poderoso mecanismo de control total diseñado para la intimidación y la neutralización efectiva de la disidencia.
Ante esta embestida gubernamental, la defensa de la privacidad se convierte en una responsabilidad individual urgente. Los ciudadanos deberíamos apostar por la comunicación segura, migrar a servicios de mensajería y correo electrónico con cifrado de extremo a extremo (como Signal o ProtonMail) para todas las conversaciones sensibles, evitando las plataformas que puedan ser fácilmente intervenidas o que colaboren con el gobierno sin órdenes judiciales adecuadas. Como mucho se ha insistido, también debemos minimizar los datos que entregamos (biométricos, bancarios o personales) a entidades gubernamentales cuando no sea estrictamente obligatorio. En el caso de la telefonía móvil, debemos ser conscientes de su vulnerabilidad inherente. Aprendamos a usar herramientas de anonimato y privacidad, como redes privadas virtuales (VPN), para enmascarar la geolocalización y proteger el rastro digital, especialmente al acceder a información crítica o participar en activismo.
La defensa de la privacidad ya no es optativa. Mientras los tribunales resuelven los amparos interpuestos, cada ciudadano debe asumir la protección de sus datos como un acto de resistencia democrática. Lo que está en juego no es solo información personal: es la supervivencia del espacio público libre que define a una sociedad abierta.