Como es habitual en este gobierno populista que gusta de la confrontación como política pública y de comunicación, la presidenta Claudia inició su conferencia de prensa, del martes pasado, dedicando más de 10 minutos para descalificar a Jorge Romero (recién electo presidente nacional del Partido Acción Nacional). Se le vio enojada, no por los hechos violentos del fin de semana en Querétaro o Estado de México (a los que, nada más por no dejar, dedicó 10 segundos). La señora no sólo invirtió tiempo y energía a denigrar al político opositor, también se negó a establecer algún diálogo institucional.
Para un régimen democrático el diálogo tiene un valor ético en la búsqueda del bien común a través de la generación de consensos. El diálogo comunica, da conocimiento, forja empatía y acuerdos entre actores políticos. En democracia el objetivo debe ser siempre obtener mecanismos para escuchar las voces de todos los actores (políticos y sociales), evitando la exclusión, confrontación y hasta la violencia.
Quiero hacer énfasis en que la cultura política democrática se sustenta en valores como la igualdad (ante la ley), la libertad, la tolerancia, el pluralismo, la cultura de la legalidad, la participación y desde luego el diálogo. Éste, por definición, es el discurso entre personas, es una conversación alternada con el otro. En Diálogo y democracia (número 13 de la colección Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática publicados por el IFE/INE), Laura Baca Olamendi cita a Jürgen Habermas: cada enunciación de normas morales implica la capacidad de argumentación mediante motivaciones racionales y, por lo tanto, el interlocutor debe ser capaz de evaluar la razón de lo que se discute.
Coexistir políticamente en una sociedad democrática supone la existencia de un diálogo, este revaloriza la política como un medio para establecer pactos y acuerdos para el crecimiento de la sociedad. Hannah Arent, filósofa alemana de origen judío, sostiene que la política representa la experiencia de compartir un mundo común a partir de la existencia de sujetos diversos. Así, tenemos que el diálogo se da en sociedades plurales y es una excelente herramienta para evitar caer en autoritarismos. Además, es una ampliación de la legitimación del poder para los sistemas políticos.
El diálogo es un mecanismo de mediación y se funda en la necesidad de un acuerdo en la medida que las partes aceptan ceder un poco de su posición original. Pero es preciso establecer una agenda pública con los temas y posiciones que se deben discutir, para transparentar el proceso de interlocución. De esta manera se somete al escrutinio público y a la opinión de todos aquellos que pueden tener una explicación diferente, sin desconocer que nunca se debe renunciar a una actitud crítica.
El gran politólogo italiano Norberto Bobbio sostenía que sólo los fanáticos tienen miedo a la crítica y, en varios casos, carecen de razonamientos, situación que obstaculiza el debate, por eso la importancia de establecer las reglas del juego. El diálogo debe darse entre todos aquellos que impulsan el pluralismo, lo mismo representantes económicos y políticos que organizaciones de la sociedad (con objetivos diferentes, como conseguir medicamentos para niños con cáncer), académicos y colegios de profesionistas. El diálogo no elimina el conflicto, pero lo hace más llevadero y resulta indispensable para que la sociedad se escuche a sí misma.
En los países donde hay diálogo se desarrolla una cultura política que genera gran estabilidad social, la finalidad es establecer un pacto y conciliar intereses de los múltiples problemas que aquejan a la sociedad. Existe, desde luego, el riesgo de un monólogo, cuando los actores sólo hablan consigo mismos y encasillan a los adversarios como enemigos que deben exterminar. Así surgen los gobiernos autocráticos, cuando uno de los actores pretende erigirse como la única opción política y social (a partir de una concepción ideológica), ejemplo de ello han sido el fascismo italiano, el nazismo y el estalinismo.
Para establecer el diálogo también es necesario tener partidos políticos que legítimamente representen, cada uno, a una parte de la sociedad, que capten inquietudes sociales, que tengan su propia organización, una militancia activa compuesta por personas de todas las edades y de todas las condiciones sociales, procesos democráticos internos auténticos. Y, antes que nada, sin lugar a dudas, liderazgos responsables, honestos e independientes, que sepan hacia dónde quieren ir y estén dispuestos a tomar decisiones (incluso algunas de gran riesgo) porque saben que los intereses colectivos están por encima de los particulares… a final de cuentas, sí tenía razón aquel que dijo “La Patria es primero”. Esa debe ser nuestra guía al ejercer nuestra ciudadanía. Tengámoslo presente.
*El autor es Maestro en Administración Pública y Política Pública por ITESM y Máster en Comunicación y Marketing Político por la UNIR.