Fue allá por los años 30´s cuando se pronuncia en viva voz poco después de la muerte de la madre, que se fueron a vivir a una casa de las calles de Villada, contigua casi con la Iglesia de San Juan de Dios (hoy Santa María de Guadalupe).
Quedan vivos, parece que fue ayer, algunos recuerdos de esa época. Acompañaba a su hermana, una que otra vez, cuando iba de compras, perdurando, aquí en la mente, como recia viñeta, el trajín vespertino del Pórtico, frontispicio que fue, del mercado Riva Palacio (otrora mercado Hidalgo, Teatro Municipal y Cine Coliseo), hoy luce esplendorosamente la recién rehabilitada Plaza González Arratia; se animaba el Pórtico con varias vendimias: atole, tamales. Café negro, tacos y pan entre otros alimentos.
¡Tomaráaan dulces!
Un claro y azulado sol como lo caracteriza muchas veces nuestra bella Toluca de invierno, también quemante, cae sobre las calles, callejones y andadores.
Cuchillas de sombras seccionan en dos bandas las aceras. Por la vieja calle de Libertad, casi solitaria a primera hora de la tarde, va don Protasio Gómez, con paso tardo, a dictar su clase en el Instituto.
¡Tomaráaan dulces! encareciendo de nuevo el pregón.
Desde las puertas de las casas, o asomándose a las ventanas, los niños llaman al dulcero. Una calma, a veces pesada y bochornosa, señorea en la ciudad.
Descuelga el viejo las tijeras que trae en uno de sus hombros, y coloca sobre ellas la vitrina que sostenía en la cabeza. Lentamente abre la caja, apareciendo ante la golosa mirada de los niños, los rubios macarrones, las trompadas, los tejocotes y manzanas cubiertos…por instantes la calle se anima con los chillidos que rodean al viejo dulcero.
¡Tomaráaan dulces! grita de nuevo el vendedor.
Su pregón se oye a muchas cuadras de distancia, es muy solicitada su mercancía.
¡Condenado viejo ya viene otra vez! Clama iracunda, la vendedora de charamuscas, que tiene su puesto frente al templo de San Juan de Dios.
¡Oiga, oiga dulcero!
Allá, descendiendo por la calle de Villada, viene un tranvía; oyéndose un sonido agudo, chirriante, de sierras que cortan madera; en la herrería vecina suenan los martillos.
¡Oiga dulcero! Torna a repetir la voz.
Detiene su marcha el pregonero. De una casa sale una viejecita. Lleva en las manos una canasta limpia, primorosamente decorada con ingenuos motivos campiranos.
Torna el dulcero a colocar su vitrina encima de las tijeras; va colocando la viejecita, amorosamente, los dulces en el fondo de la canastita.
En el interior de la casa donde vive la viejecita, ha venido poco a poco, a menos. Los muebles de la sala se han mudado varias veces, modestas sillas de tule han substituido el ajuar de bejuco. Las alfombras han cedido su lugar a los petates de lechuguilla.
Lo que no se ha cambiado es la decoración de las paredes, colgando aún los retratos de la familia. Desde el recuadro de un marco dorado, un anciano de blancas barbas mira la estancia, con tristeza. Otros cuadros de Icaza muestran escenas de charrería.
¿Quién podría creer, que esta anciana que vive modestamente, acompañada de un nieto enfermo, fue en otro tiempo una dama opulenta? ¿Quién, que asistió en su juventud, a los saraos de don Porfirio, y que, viajó a Europa, en compañía de sus padres?
¡Abuelita, abuelita! Grita desde su recamara, el niño (nieto) ¿Ya comparaste mis dulces?
¡Ah, si no hubiese sido por la revolución! murmura, entre dientes, la viejecita, mientras va contando el dinero que le resta para pasar el día.
El tranvía sigue su marcha calle abajo; por el pórtico del Mercado viejo, unas mujeres lavan el piso y limpian las vitrinas en las que venderán el pan. ¡En Los Portales comienzan a discurrir los toluqueños, enamorados, curiosos, compradores..!
A la estación de ferrocarril han llegado pasajeros que vienen de lejanas ciudades, enfilando hacia el centro los primeros automóviles de sitio; el tranvía emprende el regreso.
Otros prefieren El león de Oro, o el Gran Hotel.
El sol del octubre otoñal, con sus tardes asoleadas y viendo caer las hojas de los árboles, se esconde tras densos cortinajes de rojas nubes, y, llegando a los árboles de los jardines piadoras bandadas de gorriones, y, todavía como un lamento lejano, en algunas calles de la ciudad, se oye el pregón del viejo dulcero:
¡Tomaráaan dulces!