Luis Alfonso Guadarrama Rico
Coordinador Red FAMECOM
Con frecuencia una parte de la gente parte de la premisa de que todo tiempo pasado fue mejor. Por ejemplo, que las personas de antaño duraban más tiempo, porque llevaban una vida campirana en la que todo era naturaleza y buena existencia. Que la convivencia familiar en tiempos pasados estaba nutrida por la unión, el amor, la comprensión y los inquebrantables valores. Consecuentemente, que las familias posmodernas padecen de todos los males que no tenían aquellas del pasado. Demos un breve paseo, tomando como base algunos indicadores esenciales. Inicialmente pongamos como punto de partida que, a la mitad del siglo XX, en México, la esperanza de vida era de apenas 50 años. Casi tres cuartos de siglo más tarde, era de 77 años. Así que aquello de que vivían más los de antes, se cae a pedazos.
En 1950, el 74 % de la población en la entidad vivía en zonas rurales. Sesenta y cinco años más tarde, dicho porcentaje se redujo hasta el 14 %. La mayor parte de las familias hoy viven en zonas urbanas. Los hogares campiranos prácticamente han desaparecido. Ver siguiente gráfica. Ello, desde luego, estuvo fuertemente ligado al proceso de industrialización que despuntó en México y en el Estado de México, básicamente a partir de 1940.
Durante las décadas de los 50 y 60, en promedio, las mujeres mexiquenses tenían entre seis y siete hijos. El matrimonio, el consecuente ejercicio de la sexualidad, la reproducción, la crianza y la unión conyugal estaban profundamente ligadas y no había manera de cortar la secuencia por ningún costado. El patriarcado pujaba en todo su esplendor. En esa misma época, en las dos décadas que abrían la segunda mitad del siglo, el analfabetismo de la población era escandaloso: en 1950 el 64 % de la población masculina era analfabeta y, las mujeres tenían peores condiciones pues representaban el 81 % del total de la población femenina.
La tasa global de fecundidad fue descendiendo dramáticamente a partir de la década de los 80, hasta alcanzar –en 2015—apenas dos vástagos por mujer en edad reproductiva. Ver siguiente imagen. Hoy, el goce de la sexualidad puede estar escindida del embarazo, la gestación, la crianza y del obligado o perenne vínculo conyugal, debido a las leyes de divorcio, a las uniones consensuales y, también a que existe una menor dependencia económica de las mujeres, gracias a su empleo, empoderamiento y mayor formación educativa. En 2015, el analfabetismo mexiquense reportaba 2% para varones y 4 % para mujeres.
Hoy asistimos a una reconfiguración de las familias. Sigue predominando la estructura conyugal-nuclear, heterosexual y de creencia católica, pero ha descendido sistemáticamente durante los últimos 35 años. Ello ha dado lugar a la emergencia de familias monoparentales de cabeza femenina, mismas que, con cierta frecuencia, pueden formar parte de las poco reconocidas “casas chicas”. En menor medida, también han surgido los hogares de jefatura masculina.
Es notorio el gradual ascenso de familias cuyos hijos e hijas provienen de relaciones conyugales anteriores, sea de un integrante de la pareja o de ambos, más los que deciden procrear o no, en tanto nuevo sistema conyugal y familiar. Diríamos que aumentan estructuras con formas de vida como: Tus hijos y los míos; tus hijos y yo; mis hijos y tú; tus hijos, los míos y los nuestros. Seguro estoy que algunos(as) lectores(as) conocen o son protagonistas de algunas de estas nuevas historias.
Desde luego, aunque es reciente el fenómeno en México y en la entidad mexiquense apenas se asoma marginalmente, están cobrando legítima visibilidad las familias constituidas por parejas del mismo sexo (hombres o mujeres) que, con vástagos propios, adoptados, concebidos in vitro o mediante subrogación de vientres, han decidido ocupar su espacio en la nueva constelación de sistemas familiares mexiquenses.
Hay mucho que avanzar en materia de calidad de vida al interior de las familias, independientemente de su estructura y de su orientación sexual. Hacen falta esfuerzos para arrojar luz acerca de la violencia, de la inequidad y de las desigualdades que se crean dentro de las dinámicas familiares. Es necesario poner en el banquillo al propio sistema patriarcal y heterosexista, causante de la doble o triple jornada de las madresposas. Es indispensable desmontar el artilugio del amor romántico dentro de la vida familiar, ya que oculta o enmascara injusticias, sacrificios e infelicidades que son aceptados en nombre del amor conyugal o maternal.
Es obligatorio pasar lista al modelo neoliberal, en tanto ha generado la transformación de padres, madres, jóvenes e infantes, en consumidores insaciables que cumplen a cabalidad el eslogan de aquellos años: “Pocos hijos, para darles mucho”.