Los estudiosos de los estados de ánimo sostenidos por ideologías políticas o religiones, que en muchos casos suelen despertar las mismas furibundas pasiones, observaron que tanto el optimismo puro, y peor el profesional, así como el pesimismo duro, o por consigna, son polos presuntamente opuestos pero en el fondo son formas de fatalismo.
Ejemplo clásico de los optimistas que presuntamente dicen creer en el progreso, intentando justificar el mal porque al final esto va a redundar en un bien (la concentración de la riqueza neoliberal en el 1 por ciento, por ejemplo).
En el capitalismo amoral y depredador, como afirma Alexander Pope en su “Ensayo sobre el hombre”, el mal no es más que el bien malinterpretado y “hay que mirar el lado bueno de las cosas”, según la insistencia de la propaganda.
El mejor de los mundos, resumiría un Leibniz como gurú de inversionistas y especuladores, sostenidos por la filosofía corrosiva del burlón martillo nietzscheano que asegura que no se puede hablar de civilización de las sociedades sin la obligada explotación del ser humano.
Del lado del pesimismo, el sufrimiento anticipado después de una noche de insomnio o de pesadilla, soñando con brujas y hombres lobo debajo de la cama, sin atender hechos. Al final, más que una doctrina metafísica donde nada tiene remedio o una filosofía schopenhaueriana (por Schopenhauer) que rechaza cualquier progreso y hace del mundo la morada perfecta del mal, se trata de una postura política.
A guisa de ejemplo, veánse las reacciones en cadena de todos los optimistas de ayer bajo el manto supuestamente benefactor del dogma neoliberal pretendidamente agonizante; sus posturas reflejan hoy un estado depresivo frente a una posición política aparentemente contraria a la suya, adelantando las peores calamidades, según su clarividente olfato de profetas pasado como análisis político, esto mientras devoran el manual de Antiayuda de Ciorán.
Hete aquí, igual que el optimista profesional, el pesimista dentro de esto que se ha denominado como la “falsificación espiritual”, con todo y babeles económicos, políticos e incluso sociales.
Según algunos científicos del alma, conocidos como “sicólogos”, nada le resulta más complicado al optimista y pesimista crónicos o profesionales que reconocer los rasgos de la realidad que se presenta. Todo queda a la interpretación, del humor o, diríase aquí, de las filias, fobias o incluso remuneraciones.
Por eso otros, igual de intensos pero más fríos, optaron por aquello que Walter Benjamín sugirió como escepticismo activo -un modo de pesimismo organizado-, esto es, hay que ver con cierta desconfianza todo eso que de nuevo y bueno se presenta, del destino de la libertad, de la democracia, incluso del destino de la humanidad misma, y hasta “tres veces más, desconfiar de cualquier reconciliación de clases, de naciones, de individuos”.
Frente a la pretenciosamente anunciada “Cuarta Transformación Nacional” por parte del ganador de los comicios presidenciales el pasado 1 de julio, habrá que refutar todo optimismo y todo pesimismo sostenidos por teologías o teorías económicas y políticas fracasadas,no mediante estribillos subjetivos de sueños perdidos o lejanos, ni de pesadillas (guiones gastados de posturas políticas o de grupos de interés en ambos casos), sino mediante la realidad de los hechos, los resultados.
Lo que es obvio es que después de casi 36 años de dominio de un sólo dogma -el neoliberal- puesto en práctica por tecnócratas, no va a ser fácil sacudir todo el sistema, pero debe intentarse y evaluarse si en verdad es una transformación o es sólo un “cambio para conservar”, de acuerdo con los decires de respetables liberales-conservadores de finales del siglo pasado.
El diagnóstico está puesto en la agenda pública desde hace varios años en temas muy específicos como economía, seguridad, educación, salud, pensiones, etc.
De manera especial, en materia económica ya se verá que tanto hace la “Cuarta transformación” con la desigualdad, tema principal seguido de la pobreza y el poder adquisitivo del salario, además del desastre financiero y la deuda de cerca de 50 por ciento del PIB; también, la actuación impune de especuladores, la monopolización de la vida productiva, la evasión de impuestos y otros que convirtieron al país en un paraíso para el saqueo y la depredación.
Esto es fundamental y hasta el momento no se ve por dónde se quiera comenzarla, acaso por cautela.